viernes, 30 de diciembre de 2011

Se halla escondido en una ruidosa y contaminada avenida de Jartum, la capital de Sudán. Visto desde el exterior, el Museo Nacional parece más bien un antiguo bloque de viviendas de protección oficial, descolorido y polvoriento. Pero en cuanto se franquea el umbral, un pasillo conduce a una estancia con riquezas inesperadas, un bloque de piedra con jeroglíficos grabados y algunas cerámicas que esperan ser redescubiertas. En el ala posterior del edificio se expone lo más significativo de los tesoros arqueológicos del país, tesoros que pertenecieron a los «faraones negros». Y son ellos, precisamente, quienes me han traído hasta aquí. Aquellos reyes de Nubia (región que comprende el extremo meridional de Egipto y la parte septentrional del actual Sudán), también llamados reyes del país de Kush, lograron en el siglo VIII a.C. destronar a los poderosos faraones egipcios, fundando la XXV dinastía, antes de caer en un cierto olvido propiciado tal vez por la inaccesibilidad de Sudán, el país más extenso de África. Un país más conocido sin duda por su férreo régimen islámico y por el sangriento conflicto que asola la región de Darfur que por sus pirámides. Mientras que, al otro lado de la frontera, Egipto exhibe el resultado de más de dos siglos de excavaciones, la historia sudanesa apenas se conoce a grandes rasgos.Lea el artículo completo en la revista

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