martes, 14 de febrero de 2012

Tesoros de Egipto

INTRODUCCIÓN AL ARTE EGIPCIO
El vocabulario del antiguo Egipto no tenía ningún término equivalente a "arte"; tampoco hay una equivalencia satisfactoria para "obra de arte" o para "artista". Esos vocablos, tan importantes en cualquier lengua europea, deben evitarse a la hora de estudiar el arte egipcio: sabemos hoy que el concepto de "arte por el arte" le era ajeno a aquella civilización.
Como cabe esperar de una sociedad que aunque "primitiva" estaba muy organizada, la lengua contenía gran cantidad de palabras especializadas para describir las distintas profesiones. A propósito de los artesanos, se menciona a un personaje que nosotros situaríamos sin dudar entre los artistas: el escultor. En una relación que enumera los distintos oficios se le cita junto a los carpinteros, los orfebres, los artesanos del cobre, los joyeros, los alfareros o los fabricantes de corazas, carros, arcos, cuentas, cordeles y abanicos. Es seguro que ese término puede traducirse por "escultor", pues figura también en una escena que le representa trabajando con otros obreros, ocupado en la realización de una estatua. Pero la función del escultor no consistía sólo en dar forma a un trozo de piedra o de madera a imagen de un modelo. El término que se utiliza para desginarlo sugiere una interpretación de su misión: es "el que hace vivir", el que da vida a un objeto. En ese mismo orden de ideas, el acto de conformar algo con las manos era "dar a luz". En los lejanos días de la historia de Egipto, el "nacimiento" de una estatua divina era un hecho tan memorable que daba su nombre a todo el año: el de la estatua de Anubis, por ejemplo, permitía distinguir el año X del reinado de Y.
Estamos ante una cuestión capital para tratar de aprehender la naturaleza y la razón de ser del arte egipcio. No es fácil determinar hasta qué punto esas expresiones deben tomarse en sentido literal. Habida cuenta del papel primordial que desempeñan las imágenes en todas las sociedades, cabe suponer que los egipcios atribuían a los ídolos y representaciones unas propiedades que iban mucho más allá de su apariencia visual. PUes habían llevado muy lejos la idea de que la imagen tenía poderes mágicos. Tras someterla a determinados ritos, los egipcios abrían la boca y los ojos de la estatua para que pudiera participar de las ofrendas que se hacían en una tumba o en un templo. Creían incluso que la estatua de un dios era capaz de expresar su opinión moviendo una parte del cuerpo; necesitaban evidentemente la ayuda de los sacerdotes del oráculo, pero ello no les hacía dudar en modo alguno de que la imagen estaba dotada de vida. No es por tanto de extrañar que los que ejercían una profesión tan esencial tuvieran con frecuencia el rango de sacerdotes. Éstos tenían acceso al saber, y a muchos de ellos se les consideraba magos.
El dibujante, encargado de la difícil tarea de pasar de tres a dos dimensiones, era "el que representa una forma", donde la palabra forma debe entenderse en su sentido más amplio, es decir, no sólo los contornos visibles, sino también la naturaleza y el caráter del objeto. La necesidad de trabajar en dos dimensiones surge ya en los tiempos más antiguos de la civilización. Los egipcios llevaron el arte del dibujo a un nivel de perfección jamás superado. Los verdaderos maestros de ese pueblo son los escultores y los dibujantes. El que venía después, con sus pinceles y su paleta de colores, apenas podía hacer nada para mejorar el trabajo de quien había concebido la obra grabada, esculpida o dibujada. La distribución de los colores se fijó muy pronto, y en la pintura es raro encontrar un toque de originalidad. Se podría afirmar incluso que en Egipto no existía la noción de pintura: sin el dibujante, el pintor carecía de misión. No obstante, es innegable que también el arte del color tuvo el máximo desarrollo que le permitían esas limitaciones.
A propósito de las obras bidimensionales, hemos de interesarnos por "el que dibuja las formas", muchas veces llamado también "escriba de contornos". A diferencia del escultor, nunca se le describe como "el que da la vida". Sin embargo, los resultados de sus esfuerzos debían poseer unas cualidades mágicas semejantes a las de las estatuas o las figuritas. Toda representación debía estar al servicio de un fin, cualquiera que éste fuera, y por eso es evidente que carece por completo de sentido hablar de "arte por el arte" en el Egipto antiguo. Sin embargo, y aunque entre las piezas que conservamos hay objetos que podrían corresponder a las categorías actuales de "artes aplicadas" y "artes decorativas", sería también inexacto considerar el conjunto del arte egipcio como el producto de una actividad meramente artesanal.
El anonimato de los que produjeron las obras artísticas de Egipto es una constante que llama la atención, sobre todo si pensamos en el papel que en su cultura desempeñaba el nombre: su importancia era tal que la representación de una persona en una estatua o en un relieve sólo cumplía su función si el nombre del individuo aparecía sobre ella o junto a ella. Los escultores y los dibujantes no firmaban nunca sus obras. Conocemos el nombre de un escriba que copió un manuscrito, pero raras veces el de su autor. Si nos han llegado algunos nombres de escultores o dibujantes ha sido gracias a las tumbas, estatuas u otros monumentos hechos en su honor. Pero nada prueba que ellos mismos participaran en su ejecución. Por ejemplo, del escultor Bak, que vivió hacia el año 1400 a. C., tenemos una buena efigie, junto con su esposa. Su nombre y su título se repiten varias veces en los jeroglíficos que rodean las figuras, pero en ninguna parte se indica que Bak las realizara personalmente. Los escultores Nebamon e Ipuky, que por la misma época hicieron grabar y pintar su tumba en las colinas que dominan Tebas, prefirieron representar las diversas actividades que tenían lugar en sus talleres, pero ninguno de los personajes lleva el nombre de uno u otro propietario de estas tumbas; no hace falta decir que es imposible identificar las esculturas que salieron de sus respectivos talleres. Parece como si sólo contara el resultado final y el esfuerzo colectivo desplegado para alcanzarlo, no la glorificación individual del artista.
El arte egipcio presenta una uniformidad notable. Al profano le resulta imposible distinguir a primera vista entre una estatua del 2500 a. C. y otra del 500 a. C.; en cambio, sería muy raro que no supiera que ambas proceden de Egipto. Los criterios que se fijaron en los comienzos de esta civilización se mantuvieron estables, al parecer apenas discutidos. Es indudable que la transmisión de las técnicas y los saberes no bastó para asegurar por sí sola esa uniformidad a lo largo de milenios. Por lo tanto, hay que preguntarse por la forma en que escultores y diseñadores concebían su actividad. En general, no trabajaban para satisfacer su propia necesidad de crear, aun cuando esa necesidad hubiera podido ser un factor determinante para elegir ese oficio. La manera en que los egipcios veían la vida, la muerte y el mantenimiento del equilibrio del mundo influyó sin duda en la visión que los artistas tenían de sus creaciones. La vida formaba parte de un ciclo cuyas fases reiteradas (vida, muerte, renacimiento) se reflejaban en los movimientos del cosmos (sol, luna y estrellas) y en la tierra (inundación, vegetación, vida animal), así como enlas creencias funerarias. La vida obedecía a un ritmo establecido, mantenida una estabilidad absoluta por la sólida organización del país, de cuya prosperidad y logros eran las artes la mejor expresión. Cuando se interrumpe la sucesión regular de las dinastías, cuando entran en el país pueblos extranjeros y se desorganiza la burocracia, observamos que se produce un claro declive de la actividad artística. En cambio, cuando los soberanos asumen con firmeza su función, el arte florece y abundan las obras maestras. En Egipto, no obstante, la tradición artística era tan fuerte que incluso tras largos periodos de desorden los artistas fueron capaces de retomar el hilo del pasado y continuar como antes, a veces superando incluso a sus predecesores.
La vida en el más allá era aparentemente, de un modo u otro, una parte más de la vida cotidiana de los egipcios, aun cuando no nos debamos dejar engañar por el hecho de que los vestigios conservados procedan en su mayoría de monumentos funerarios. Organizar la vida personal después de la muerte era algo natural. La eternidad era una realidad que debían tener en cuenta, y se les ofreciían diversas posibilidades. Habían observado que, pese a la destreza de los embalsamadores, un cuerpo momificado acababa por estropearse. Pero una imagen sobrevivía. Una vez sometida a los ritos adecuados, una estatua podía sustituir a la tan frágil envoltura carnal. Las representaciones en los muros de la tumba o en el interior de los féretros podían desempeñar la misma función. La tumba era una morada para la eternidad, y las imágenes en ella contenidas debían ser eternas. El artista que la decoraba realizaba así una tarea ritual o mágica, creando en ella el ambiente adecuado para que su cliente pudiera emprender su viaje al más allá.
El escultor de un templo o su arquitecto participaban en un proyecto que era también de la máxima importancia. Para los egipcios, el templo era un mundo en pequeño. En sus mitos sobre la creación, el mundo suele aparecer como una colina emergida del oceano del caos. Sobre esa colina, el dios hacedor crea a los otros dioses y al hombre. Pero alrededor de la colina persiste el caos, presto a engullirla con sus moradores. La intervención del soberano es la única forma de preservar la estabilidad del mundo. Tal era el sentido de las ofrendas que presentaban en el templo el soberano o sus representantes los sacerdotes. Por consiguiente, intervenir en la construcción del monumento (reproducción del mundo organizado) era un trabajo sagrado.
De este modo, los escultores y los dibujantes concentraban sus esfuerzos en obras de carácter mágico-religioso. Su motivación principal debía ser la voluntad de mantener el mundo como lo habían conocido, y así la uniformidad del arte egipcio procedía del principio de que en ese mundo los cambios no eran necesarios.
Hay excepciones a esa regla, excepciones que hoy calificamos de "realistas"; pero para los egipcios el realismo no pasaba de ser un concepto secundario. Los bocetos nos hablan del arte no oficial, y también los restos de decoración de viviendas privadas o los pocos papiros ilustrados que no son funerarios ni ceremoniales. No eran esas obras las que permitían mantener la tradición, pero arrojan una luz nueva sobre la destreza de los dibujantes. Aunque los escultores tenían menos oportunidades de improvisar, no hay que olvidar las numerosas figuritas y otros encantadores "objetos artísticos" que salieron de los distintos talleres.
Para poder cumplir su finalidad mágica, las obras de cualquier naturaleza debían estar realizadas de la manera correcta. La idea que tenían los egipcios de lo que es una representación correcta no coincide exactamente con la que domina la tradición europea, en gran parte derivada de las artes de la Grecia clásica. La obra debía ser completa y perfecta, y los medios generalmente aceptados para alcanzar ese fin no dejan de ser sorprendentes, pese a lo cual no parece que se discutieran salvo en raras ocasiones. Los artistas egipcios elaboraron una especie de lenguaje codificado, comprensible tanto por un dignatario del Imperio Antiguo como por su homólogo dos milenios después. Los escultores de la Baja Época copiaron además bajorrelieves del Imperio Antiguo, lo que demuestra que tanto la forma artística como el mensaje que con ella se expresaba mantuvieron su inteligibilidad a lo largo de los siglos.
El ejemplo más convincente de esa búsqueda de una representación "completa" es la forma en la que se dibujaba el cuerpo humano: el dibujante seleccionaba los puntos de vista más característicos, y después los combinaba para componer un todo. Dicho de otro modo, todas las partes salientes del cuerpo se representaban de perfil, mientras que para las demás se prefería la vista frontal. Así, del rostro se mostraban en perfil la frente, la nariz y el mentón, y se añadía un ojo de frente. Los brazos y las piernas se dibujaban de perfil, con las manos y los pies idénticos, es decir, dos manos y pies derechos o dos manos y pies izquierdos. Hay que esperar al reinado de Tutmés IV, en el Imperio Nuevo, para que se empiece a distinguir la mano derecha de la izquierda, y a a representar uno de los pies con cuatro dedos detallados además del dedo gordo. El torso servía de enlace entre las diversas partes del cuerpo. Los hombros se mostraban de frente, y de perfil la parte situada bajo el pecho. El ombligo se situaba muy cerca del contorno del estómago, que por eso da la impresión de verse en tres cuartos. Así, cada parte del cuerpo debía dibujarse del modo más completo posible, a fin de llegar a una composición "acabada".
Este mismo principio se aplicaba a las representaciones bidimiensionales que no tenían por objeto la figura humana. Las ofrendas colocadas encima de una mesa, por ejemplo, se dibujan unas sobre otras cuando en la realidad habrían estado amontonadas, tapándose entre sí. Los egipcios preferían mostrar todo lo que ellos sabían que existía, incluso cuando no todo podía verse desde el mismo punto de vista. Si en el dibujo faltaba un elemento esencial, el objeto representado era imperfecto y por lo tanto no podía desempeñar su papel mágico.
La primera fase del trabajo era común a los relieves y a las pinturas murales: se cuadriculaba la superficie que se iba a decorar. Después se trazaban las figuras a tinta. Los escultores tomaban después el relevo allí donde se deseaba hacer un relieve. Si se quería una pintura, se aplicaba sobre toda la superficie el color del fondo, en una capa delgada lo bastante tenue para no ocultar el boceto anterior. A continuación se repasaban los contornos antes de aplicar a las figuras los colores adecuados. A cada elemento de la composición le correspondía un color, el mismo en todo el conjunto. Y se terminaba con los detalles. Cuando los escultores habían acabado de rehundir los contornos, ponían manos a la obra los pintores.
Las esculturas en madera o en piedra aparece siempre como un poco cúbicas, como si conservaran reminiscencias del bloque cuadrado o rectangular del que proceden. Esto se debe a la técnica empleada por los escultores, que en su fase inicial presenta inesperadas similitudes con el trabajo de los dibujantes. Cuando llegaba un bloque de piedra al taller de escultura, la primera operación consistía en dividir las superficies planas con una cuadrícula regular, para establecer las proporciones básicas de las figuras. Al igual que en los muros de una tumba o un templo, la cabeza ocupaba un determinado número de cuadrados, otro el cuerpo, etc. Se dibujaba al personaje en ese entramado, abocetándolo de perfil en dos caras del bloque mientras que en la cara anterior se trazaba su vista frontal. Eliminando la piedra sobrante en cada cara del bloque, el escultor llegaba a combinar las distintas representaciones y a culminar la obra. Este método imponía unos límites estrictos: no se podía tallar una figura conforme a un eje curvo o torcido, y las estatuas dan la impresión de estar fijadas a un pilar con cierta rigidez. No obstante, en las representaciones del cuerpo humano se observan variaciones en la posición de las piernas y los brazos, por lo que las figuras raras veces son totalmente simétricas.
Los escultores trabajaban sobre todo la piedra, en parte porque disponían de ella en abundancia y en parte porque es un material que resiste al tiempo. La eternidad figuraba en la primera línea de sus preocupaciones, y la piedra se prestaba perfectamente a crear monumentos que fueran "obras eternas". Las herramientas de cobre o de piedra dura que utilizaban hacían muy lento el trabajo, lo que tal vez contribuía a que los escultores quitaran de los bloques la menor cantidad de piedra posible.
Distintos eran los problemas con que se enfrentaban los tallistas de madera. Cuando querían trabajar en una escala grande, la principal dificultad era sin duda la de procurarse una pieza adecuada para su proyecto. En un país como Egipto, donde los árboles locales no daban troncos gruesos, los escultores tuvieron que aprender a ensamblar piezas pequeñas. Una vez terminada la estatua se ocultaban los defectos con una fina capa de yeso pintado. Pero las obras de los tallistas no difieren en lo esencial de las labradas en piedra, pues también ellos respetaban las tradiciones en vigor. Y los mismos principios se aplicaron cuando en una época antigua se fundieron estatuas en cobre. No obstante, como parece que las primeras esculturas egipcias se realizaron en madera, no es seguro que la dificultad de tallar la piedra fuera un factor determinante en la configuración del estilo.
Era importante que la estatua representara a su modelo en las mejores condiciones: se debía mostrar al personaje en buena forma física, avanzando hacia la eternidad con los ojos bien abiertos o tranquilamente sentado en una silla, con gran dominio de sí mismo. Si una persona padecía un defecto físico, éste debía evitarse para que ese defecto no le acompañara en su vida futura. Así tenemos únicamente representaciones de hombres y mujeres idealizados. El resultado es impresionante, y las excepciones notables.
El color desempeñaba un papel importante en el arte egipcio, y no solo por razones estéticas, sino también porque con él se podía transmitir de manera muy precisa la esencia de las cosas. Las esculturas que conocemos han perdido casi todas su pintura; mateariales como la caliza blanca, la arenisca dorada y el granito rojo o negro tienen hoy sus tonos naturales, pero originalmente la caliza y la arenisca (quizás incluso el granito rojo) estaban recubiertas de pigmentos. Los relieves de las tumbas y los templos se pintaban con colores vivos, pero éstos tendían a ir palideciendo, pues la superficie no se preparaba con tanto esmero como la de las pinturas, que sobre el yeso han conservado su brillo original. Los egipcios empleaban un número limitado de pigmentos, que raras veces mezclaban para obtener matices. Además del negro y el blanco, trabajaban con el rojo, el amarillo, el azul, el verde y el rosa. A veces hay anaranjado y gris. Los elementos de base eran minerales naturales o pigmentos derivados de ellos. Era fácil obtener el negro del hollín que cubría los utensilios de cocina, y el blanco del polvo de yeso o de cal. El rojo y el ocre amarillento venían del desierto, de interior de las pellas de arena dura. También se empleaban el óxido de hierro y el oropimente. El rosa se conseguía mezclando rojo y blanco. El azul se obtenía de la frita teñida con cobre procedente del Sinaí o del desierto oriental. La malaquita era también el componente principal del pigmento verde. El azul y el verde eran los colores más difíciles de preparar, pero ello no los hacía infrecuentes. Como aglutinante se empleaba el agua, sola o mezclada con goma. Los pigmentos se aplicaban sobre la superficie seca, conforme a una técnica comparable a la del gouache moderno.
Los colores se distribuían conforme a una clasificación que estaba establecida desde el Imperio Antiguo y que se mantuvo prácticamente inalterada durante toda la civilización faraónica. Hemos por tanto de preguntarnos por el significado de cualquier variación importante. El rojo era el color del cuerpo humano masculino, y también de la madera, el cobre, el granito, la cerámica, el desierto y los tejidos. El amarillo servía para el cuerpo femenino, la madera, el oro, las fibras y los textiles. Solía recurrirse al blanco para los tejidos, la plata, el caliza o la arenisca pintada, y para el pan. El negro era el color de las materias de origen animal, como el pelo y los ojos. El verde designaba las fibras y otras materias vegetales, mientras que el azul oscuro era el color de la tierra y los objetos de alfarería y el azul claro del cielo y el agua.
El color es por tanto de gran ayuda cuando tratamos de identificar los objetos representados en el arte egipcio; pero lo es más aún cuando un color inesperado sugiere que el artista quiso transmitir un mensaje particular, por ejemplo aplicando el negro al cuerpo de personajes de origen no africano.
Una vez determinados los diversos elementos de una decoración mural, sólo faltaba distribuirlos por el espacio disponible en la tumba o en el templo. Lo normal era decorar la superficie entera, colocando las figuras en hileras horizontales. Son raras las excepciones a esta regla: en escenas de caza, los animales huyen en todas las direcciones por el plano posterior; en una escena de guerra, el enemigo puede ocupar todo el campo de batalla, pero el soberano y sus tropas, o el propietario de la tumba y su cortejo, figuran siempre sobre el suelo firme del mundo organizado, es decir, en la línea de base.
Al protagonista de la escena a una escala mayor que la de los demás: el tamaño indica la condición. Una divinidad es mayor, o igual, que el faraón. El soberano no es más grande que los demás seres humanos; el dueño de la tumba, más grande que sus sirvientes, y mayor o igual que su esposa. Esta idea suele plasmarse sentando al personaje más importante, mientras que el de menor rango está de pie, con los rostros de ambos a la misma altura. Se obtiene así una representación perfectamente proporcionada.
Cuando el mensaje que debe transmitir el dibujante implica una continuidad, lo más frecuente es que la escena se lea de abajo a arriba. Así ocurre por ejemplo en las escenas agrícolas, donde la labranza está debajo de la cosecha. No obstante, en cierto modo nos queda la duda de qué fase es en realidad la primera.
La dirección que se da a los personajes depende de la función de la imagen. Por ejemplo, un cortejo funerario en el muro de una tumba se dirigirá hacia el interior de ésta. A un dios se le representará enfrente de los sacerdotes que entran en el templo. Y hay que tener en cuenta asimismo que el propietario de la tumba puede estar entrando o saliendo de ella.
FUENTE: "El arte egipcio" de Lise Manniche.

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