domingo, 9 de septiembre de 2012

Los palacios perdidos de los faraones


Los palacios perdidos de los faraones

 A propósito de mi último viaje a las tierras de Kemet, lo que hoy conocemos como Egipto (de donde regresé justo a tiempo, antes de que alguien encendiera la mecha que incendia hoy el Don del Nilo), el Archivero Mayor de Santa Eduvigis (otro fervoroso lector y gran hincha de esta bitácora digital) me planteó no ha mucho una cuestión interesante que, como todas las cuestiones interesantes, carece de explicación satisfactoria por parte de la ciencia (de la arqueológica y de la histórica en este caso). Hay que señalar que el Archivero Mayor es un documentado erudito que responde perfectamente a su apelativo ya que el hombre ejerce una extraordinaria labor de documentación, recuperación y archivo de auténticos incunables que sobrevivieron a la destrucción definitiva de la Biblioteca de Alejandría y además es mayor, lo que le confiere un depósito importante de experiencias acumuladas a través de muchos años dedicados a leer y viajar por todo el planeta. 

El caso es que su pregunta tenía toda la lógica del mundo y era la siguiente: el viajero que tenga oportunidad de observar con atención los restos de la gran civilización faraónica (y digo bien: el viajero, no el turista bovino que es pastoreado por los yacimientos arqueológicos igual que por los duty free de los aeropuertos) descubrirá hermosos templos, grandiosas tumbas, impresionantes monolitos, estatuas colosales, enigmáticas pirámides…, pero ¿y los palacios? ¿Dónde están los palacios de los faraones? Ni siquiera guardamos testimonio de la existencia de las residencias oficiales de aquéllos que fueron los más famosos entre ellos como el poderoso Ramsés II…

Lo cierto es que esa misma reflexión del Archivero Mayor de Santa Eduvigis también me la había hecho yo en alguna ocasión. En concreto durante este último viaje, tuve la oportunidad de preguntarle a algún especialista local y la respuesta fue tan inmediata y rotunda (aprendida por reflejo condicionado, obviamente) como decepcionante:

- Como usted sabe, los antiguos egipcios conformaban una cultura en la que la muerte estaba muy presente. Pensaban que si tenían que escoger entre unos pocos años en esta vida y una eternidad en la otra, la elección estaba clara. Por tanto, su arquitectura respondía a este principio y decidieron dedicar sus esfuerzos a levantar grandes monumentos funerarios antes que palacios o edificios destinados al lujo y el boato pasajeros. Además, los primeros los construyeron en piedra, para que duraran lo más posible, como así ha sucedido pues han llegado hasta nuestros días, mientras que los segundos los levantaron con adobe y otros materiales perecederos porque no les dieron mayor importancia.

El argumento podría parecer convincente…, para los alumnos de Primaria en un sistema educativo como el nuestro donde se dedica una semana del curso a hablar someramente de todos los pueblos de la Antigüedad y el resto de los meses a estudiar las instituciones políticas de la “nacionalidad” o Comunidad Autónoma correspondiente. Pero no para cualquier persona con dos dedos de frente y mucho menos si ha tenido la oportunidad de estudiar un poco la civilización que nos ocupa y de ver in situ la vieja arquitectura egipcia.

Lo primero que debemos considerar es que los varios miles de años que duró el período faraónico no son uniformes. Nada, excepto las formas (y no todas), tiene que ver la época de los primeros y significativos faraones de piel blanca, ojos azules y cabello rubio o pelirrojo con la de aquéllos otros de la estirpe griega impuesta a partir de Ptolomeo (el antiguo general de Alejandro Magno, que se quedó con uno de los mejores pedazos de la tarta macedonia). En nada se parecen los anteriores con los reyes de origen hicso que ocuparon el trono tras la invasión del país vecino, ni éstos a su vez con los faraones negros como el tizón por ser de origen nubio... No, aunque a primera vista parezca una cultura uniforme y en algún aspecto lo sea, a lo largo de tantos siglos, se sucedieron en el poder gentes muy diversas de diferente formación y capacidades. Gentes que podrían, o no, tener ese respeto hacia la muerte y conformarse con humildes edificios reales, o no. Por ejemplo, los conquistadores hicsos, ¿no caerían en la vanidosa tentación (como hicieron todos los pueblos antiguos que pudieron) de aprovechar sus victorias para levantar palacios suntuosos en territorio capturado en los cuales alojarse y residir ad maiorem gloriam de sus gestas guerreras?

La incongruencia va más allá. Tomemos otro ejemplo, esta vez de un egipcio de pura cepa. El del archiconocido Tutankhamon y su famoso tesoro, hoy en parte saqueado y destrozado tras los recientes sucesos de Egipto. Su fama se la debe única y exclusivamente al hecho de que, de momento, es el único cuyo tesoro funerario apareció intacto en tiempos modernos. Y son precisamente esas piezas las que plantean una poderosa contradicción, pues ¿quién puede creerse que un faraón de nula trascendencia en la Historia como éste, que murió a los 17 años y lo único que hizo fue servir de títere a los sacerdotes de Amón para poner punto y final a la “Herejía de Amarna”, durmiera pese a ello en camas de oro, se sentara en tronos forrados con el precioso metal y con joyas preciosas, vistiera fijos ropajes, viviera rodeado de lujo…, en un palacio de adobe?

Aún más. ¿No estamos hartos de escuchar de boca de los expertos que el faraón resultaba para los antiguos egipcios un caso de auténtico dios viviente, manifestado entre los hombres comunes como descendiente de la estirpe del mismísimo Horus, el primero de los faraones según el Mito? ¿No resulta chocante que un dios caminando entre los vulgares mortales destinara una enorme cantidad de recursos a gigantescas construcciones religiosas (fuera de cualquier escala humana, con todo lo que eso sugiere) que sólo ocuparía tras su fallecimiento y no se dedicara a sí mismo un mínimo de cómodo esplendor para reforzar su presencia, su gloria y su poder terrenal sobre sus súbditos? ¿No parece completamente absurdo imaginar que su existencia transcurriera en un edificio de pobre factura o bastos materiales?

Así que dándole vueltas al asunto el Archivero Mayor de Santa Eduvigis y yo llegamos a una conclusión que, una vez alcanzada, parece bastante evidente, aunque ninguno de los dos recordamos haberla leído antes en los muchos libros de los "especialistas" en el Antiguo Egipto que han caído en nuestras manos. Y es que el faraón no residía en ningún palacio corriente, como podría hacerlo un rey corriente de un país corriente. No, el faraón debía vivir en los mismos templos en los que vivían sus familiares divinos Amón, Isis, Osiris, Sekhmeth, Hathor..., representados por estatuas e imágenes para el culto sacerdotal. ¿Qué mejor residencia para un dios viviente? Los gigantescos templos egipcios albergaban a miles de miembros del sacerdocio de las distintas divinidades: en sí, eran pequeñas ciudades autónomas dentro de las ciudades reales, cerradas al pueblo y con sus propias reglas. Y los mismos faraones, en su mayor parte (al menos durante las primeras dinastías) surgían de las capas altas de la misma clase sacerdotal para los que eran primus inter pares aunque oficialmente y ante la gente vulgar aparecieran como seres únicos y divinizados. En esas capas altas se encontraban sus familiares y amigos, hermanos de culto en los Misterios. Y en esas capas altas hallaban también a las hermanas con las que se casaban, para mantener el nivel de la realeza...


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