domingo, 9 de septiembre de 2012

MUNDO EGIPTOLOGIA


La monarquía es, junto a la religión, el principal pilar sobre el que se ha sustentado el antiguo Egipto en todos sus aspectos.
Numerosas estudiosos de la institución real en Egipto han destacado un hecho que les ha llamado sobremanera la atención: Durante cerca de 3.000 años de evolución histórica, los egipcios nunca se vieron sometidos a otra forma de gobierno que no fuera la monarquía.
Este hecho refleja una especial mentalidad del hombre egipcio respecto a su concepción del papel ejercido por el faraón. De la misma manera, durante su historia, Egipto se vio sometido a numerosas invasiones a lo largo de los siglos. Pero siempre, los invasores han adoptado las formas monárquicas, tomando títulos y honores de faraones. Los soberanos persas, los reyes de reyes, añadían a su extensa nomenclatura el título del faraón. Incluso, los racionalistas griegos se dejaron llevar por la solemnidad de la monarquía faraónica, tomando los Tolomeos el título real.
Podemos afrontar el origen de la monarquía egipcia desde dos perspectivas. La resultante de la investigación histórica, que abarcaría diversas teorías, centradas en dos aspectos. Por otra parte, todas las teorías desarrolladas por los egipcios, a las que haremos especial mención posteriormente.
En la actualidad, los investigadores se centran en dos ideas que pretenden explicar el origen de la figura del faraón en la civilización egipcia. Una primera habla de la asunción del poder por parte de un hombre con una especial capacidad o habilidad física. Se basan estos autores en supuestas pruebas de fuerza a la que se verían sometidos los pretendientes al trono. Otra línea apunta a la elección de la persona capacitada para dotar de una organización suficiente a sus conciudadanos y realizar trabajos colectivos en beneficio de todos.
Para los antiguos egipcios, la monarquía tenía esencialmente un origen divino. En ningún momento cabía plantearse alguna duda sobre el carácter de la realeza. Se trata de una sociedad fuertemente impregnada de un profundo sentimiento religioso, por lo que no se supone que existiesen objeciones al poder divino del faraón (aunque no se viese libre de sufrir revueltas o motines en momentos puntuales). El carácter celestial del monarca le venía dado por ser sucesor directo de los dioses. Para entender este aspecto, habría que tener en cuenta cuál ha sido el desarrollo mitológico de los inicios de la historia egipcia y cuál ha sido la evolución de ese carácter sagrado del monarca.
En el principio de Egipto como reino, fueron los propios dioses quienes gobernaron sobre la tierra. Posteriormente, tras la unificación del reino, el poder recayó en manos de los semshu hor, los “servidores de Horus”. Estos serían los monarcas de las primeras dinastías, de los momentos de dominio de los tinitas. La concepción divina del soberano cambiaría con la evolución del tiempo, y sobre las base de los diferentes periodos.
Desde los primeros momentos históricos, como hemos comentado, el faraón era considerado como la reencarnación del dios Horus. Sin embargo, sobre todo después de la época de la IV Dinastía, el rey empieza a ser considerado como “hijos de Ra”, en relación con la instalación de nuevos cultos. En el Imperio Medio se produce también una transformación, ya que el soberano pasa a ser “el hijo de su padre divino”, para llegar a ser el “representante de dios en la tierra”. De esta manera, la divinidad del faraón pasaba a un segundo plano. Sólo durante la revolución monoteísta de Amenofis IV, de nuevo se asumió plenamente el carácter divino del rey, aunque la posterior restauración de nuevo implicó la vuelta a la concepción como “representante de dios en la tierra”.
Este carácter divino se puede vislumbrar a través de los numerosos rituales a los que se veía sometido cualquier acto cotidiano de su vida diaria. De esta manera, su comida era preparada como una ofrenda entregada a un dios.
A parte de su función religiosa, el faraón debería acometer otra serie de obligaciones. Una de ellas consistía en la defensa del país frente a enemigos exteriores. El rey suele representarse con este papel en numerosas muestras artísticas. Tal es el caso de los relieves en los muros exteriores del templo de Ramsés III en Medinet Habu, donde se le refleja victorioso sobre las fuerzas del caos. Otra de las misiones fundamentales era asegurar la correcta administración interna del país en todos sus aspectos. De esta manera, por ejemplo, el faraón debía tener la capacidad para administrar la justicia de forma eficiente y equitativa, aunque no llegó a existir la figura de un soberano legislador, como sí ocurrió en las culturas sumerias y acadias de la vecina Mesopotamia.
Su principal papel sin duda es el religioso. El faraón es el intermediario entre los dioses y el pueblo, y de su buen hacer dependerá la felicidad de todo Egipto. Los egipcios creían firmemente que a través del monarca los poderes de los dioses se transmitían a los hombres. Estos, a su vez, en compensación a estas gracias, deberían ofrecer sus recursos a los poderes divinos. Por lo tanto, el faraón tenía una obligación en este papel de nexo entre divinidad y pueblo, obligación que se documenta en numerosas inscripciones que a partir del Imperio Medio atestiguan que el faraón era el depositario de un deber divino.
En una estatua tardía, que representa al rey persa Darío figurado como un faraón, y hallada en Susa, se especifica claramente la misión del rey: Su labor es la continuación de las actividades iniciadas por los dioses en la tierra, es decir, mantener la actividad creadora de toda la vida engendrada en la tierra.
Los dioses han transmitido su potencia divina al faraón, gracias a la cual todo es beneficioso. Por ejemplo, las crecidas de El Nilo, debidamente reguladas y aprovechadas, producen excelentes cosechas porque la divinización del río respeta al faraón como dios. En numerosas inscripciones jeroglíficas, el nombre y títulos del monarca aparecen acompañados de los términos “vida, salud y fuerza”. Por eso, todas sus decisiones son adoptadas como verdaderos dogmas de fe. Pero el faraón, a cambio, debía realizar una serie de rituales encaminados a mantener la gracia divina sobre su persona, ya que el monarca es considerado el sacerdote supremo del reino.
De aquí surge toda una clase sacerdotal, ya que el rey solo no podía hacer frente a todas las obligaciones religiosas a lo largo del país. En otros casos, también era necesario que los templos fuesen reparados o construidos de nuevo. Todas estas operaciones corrían a cargo del tesoro del faraón, siendo una de sus principales misiones.

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