lunes, 17 de diciembre de 2012

HISTORIA DEL ARTE


El arte en el valle del Nilo 

Egipto, situado en el nordeste de África, es una tierra sin apenas lluvias, que sería un gran desierto si no estuviese atravesada por el río Nilo, un gran eje que recorre el país de sur a norte, y cuyo cieno y agua son fuente de vida. De ahí que el historiador griego Herodoto afirmase que «Egipto es un regalo del Nilo». En este valle tuvo lugar en la Antigüedad una floreciente civilización, la egipcia, en la que se llevó a cabo un complejo y original universo artístico, cuyas manifestaciones más espectaculares son, sin duda, las colosales pirámides. 
Los orígenes de esta civilización, que se desarrolló a lo largo de unos tres milenios, se remontan a fines del IV milenio a.C. La historia del antiguo Egipto se divide en diversos períodos: Imperio Antiguo, Medio y Nuevo, durante los cuales se sucedieron treinta y una dinastías, según la lista de faraones de Manetón, un sacerdote egipcio del siglo III a.C. Esta lista, procedente de la obraHistoria de Egipto, es admitida, en general, como válida por los especialistas actuales. 
El valle del Nilo es como un largo oasis de mil kilómetros de longitud, que va desde la primera catarata hasta la desembocadura del río en el Mediterráneo. Tiene unos límites naturales bastante restringidos: al oeste del río está el desierto de Libia, al este el desierto arábigo y al norte el mar Mediterráneo. En el sur, la primera catarata impide remontarlo navegando. Este determinismo geográfico ha comportado el que sólo se pueda optar o bien por la explotación de los recursos que el Nilo ofrece o bien por la vida nómada en el desierto hostil. Por otro lado, las barreras desérticas proporcionan seguridad y actúan como protección natural frente a la entrada de otros pueblos. De hecho, todas las invasiones de pueblos extranjeros se adentraron desde la península del Sinaí, la zona de unión con Asia Occidental y única frontera desprotegida. 
El Nilo posee un gran caudal gracias a las intensas lluvias tropicales que riegan sus fuentes, en el sur, durante los meses de verano. En el resto del país las lluvias son escasas y no posibilitan las cosechas. Durante el estío se produce una crecida sorprendente de las aguas, que sobrepasa el lecho del río inundando las márgenes. Desde septiembre las aguas empiezan a decrecer de forma paulatina hasta el mes de abril. Al retirarse las orillas del río quedan cubiertas de un limo fértil que propicia los cultivos. La crecida y posterior inundación del Nilo -que se repite sin fin desde la Antigüedad- se convierten, así, en el acontecimiento más importante y esperado del año. De esta forma, las tareas agrícolas de siembra y recolección se ajustan a los ciclos del río, forjándose la idea de una zona de tierra «negra» fértil, la de los depósitos del río, y otra zona de tierra «roja» estéril, la del desierto. Este ciclo regular del río fue la referencia más importante de la cultura egipcia, que muy pronto se identificó a la epopeya mítica de Osiris. Cada año la crecida del Nilo fertilizaba la tierra y cada año se retiraba dejando sus campos vacíos, un ciclo que se repetía con una frecuencia y puntualidad asombrosa en el que la tierra nacía y moría, de la misma manera que Osiris, dios de la fertilidad, se enfrentaba con Seth, dios del desierto, para morir en sus manos y volver a nacer indefinidamente.
La medida del tiempo era indispensable en una sociedad agrícola que debía prevenir las cosechas. Así fue como se consolidó una autoridad capaz de prever exactamente la crecida del río, para aprovechar mejor sus aguas, y se organizó el primer calendario, que fijaba en trescientos sesenta y cinco días la periodicidad de la crecida. 
La cultura egipcia hizo del Nilo su referencia básica. El río era la fuente de vida que no tenía principio ni fin, el eje que separaba el mundo de los vivos, situado al este, del mundo de los muertos, al oeste. El Nilo era además el medio navegable que facilitó la comunicación entre zonas alejadas, propiciando una organización unificada.

El poder y la organización social en el antiguo Egipto

En Egipto la organización política surgió de la necesidad de administrar, eficazmente, la construcción de canales de riego para el cultivo. El primer rey fue a su vez el primer constructor de diques y embalses. Tras las inundaciones periódicas se debían trazar de nuevo los límites de las tierras. Era el rey quien personalmente marcaba las líneas y cavaba la tierra, tal como se advierte en la escritura de los monumentos más antiguos. 
Mural de la tumba de Senediem en Deir-el-Medina (Tebas) XIX DINASTIA, en los dias de Seti I y Ramsés II. Senediem fue uno de los nobles al servicio de la construccion de la Necrópolis de Tebas, más conocida como el Valle de los Reyes, y por su título "Siervo del Lugarde la verdad" hubo de ser alguien. Su tumba fue descubierta en 1886. La ciudad necrópolis la componen unas 600 tumbas, un verdadero cementerio. -Observa estas tambien_ Sarcofago -jugando al ajedrez - Vida Campestre -Retrato Mortuorio de Senediem -el arbol divino -Anubis-Barca de Ra -Osiris -Isis
El mayor rango social lo ostentaba el rey, quien estaba dotado de los poderes que garantizaban la prosperidad del territorio. Tras la unificación de las Dos Tierras y la concentración de autoridad monárquica, fue necesaria la delegación de cargos que hiciesen efectiva la administración. Los representantes directos del rey en los asuntos civiles eran los visires, uno por cada Tierra. Los sacerdotes eran los delegados para el servicio diario de culto religioso en los templos. Se organizó un aparato burocrático con un cuerpo de funcionarios, estrictamente jerarquizado, y se creó una amplia red administrativa, que articulaba todas las actividades del estado. No quedó práctica alguna que no estuviese bajo una fórmula de control administrativo. 
La vida del rey (faraón) estaba regida por un ceremonial fastuoso. Era la encarnación suprema del dios. La idea cosmogónica de la creación, mediante la intervención de un espíritu que ordenaba la materia, fue transferida al faraón, quien personificaba el orden del cosmos frente al caos. El mantenimiento del ciclo vital, entendido como una sucesión temporal repetida hasta el infinito, quedaba garantizado por el rey. Con cada nuevo reinado empezaba el «año uno», un nuevo período que restauraba tres acontecimientos fundamentales: el restablecimiento del orden, el triunfo de Horus sobre el enemigo y la unificación de los dos Egiptos.
La sociedad estaba organizada de forma jerárquica y compuesta por diversos grupos. La nobleza, altos funcionarios de la administración y sumos sacerdotes percibían rentas en especies y gozaban de los favores de una vida cortesana. Además, eran los dueños de las tierras. Constituían la oligarquía gobernante y podían garantizarse una resurrección, gracias a la construcción de lujosos sepulcros. Ocupaban un rango inferior los funcionarios subalternos, los técnicos, los escribas, los sacerdotes, los superintendentes, los obreros especializados y los artesanos. El nivel social más bajo estaba compuesto por los campesinos. Existían, por último, diferentes formas de servidumbre, que limitaban la libertad individual. Una práctica normal, realizada bajo contrato, era la servidumbre de una familia completa comprada para el servicio de una casa noble. 
La esclavitud, entendida como la posesión de personas, se practicó con los prisioneros de guerra, en especial durante el Imperio Nuevo.

La religión en el antiguo Egipto

La religión egipcia se basaba en la observancia de unos ritos de culto a los dioses y en la fe absoluta sobre la eficacia de los mismos. La doctrina importaba menos y ni siquiera estaba compendiada en un dogma sagrado. Lo definitivo era la liturgia en torno al panteón, cuyos dioses eran los propietarios absolutos de la tierra de Egipto. También tenía un carácter práctico-mágico que satisfacía la necesidad de emplear los poderes superiores al hombre en beneficio de unos fines temporales concretos. 
A lo largo de la historia de Egipto, la elaboración del pensamiento teológico y mitológico adquirió una gran complejidad, ya que unas ideas se sobreponían a otras, sin que una nueva argumentación invalidase las precedentes. 

Los sacerdotes

Los sacerdotes eran quienes organizaban la práctica de los ritos, los oficiantes del culto diario y los intermediarios en la relación con lo sagrado. Formaban parte de la jerarquía estatal como funcionarios. Dentro de sus obligaciones no se incluía la asistencia espiritual a los creyentes, pero sí las actuaciones de carácter mágico, pues eran depositarios de los secretos de la vida y la muerte.
Los templos dedicados a las divinidades formaban parte de la religión oficial del Estado. El culto era dirigido por el faraón y tenía, en realidad, carácter privado, ya que solamente el monarca tenía acceso a la cella en la que estaba la estatua divina. Como no podía presidir el culto en todos los templos, un sumo sacerdote le representaba y realizaba el oficio en su nombre. 
El pueblo no tenía acceso al templo, únicamente los más privilegiados podían acceder hasta el patio mientras duraba la ceremonia. Las celebraciones y rituales oficiales tenían un aire espectacular. Las estatuas de las divinidades eran transportadas en barcas desde centros religiosos locales, donde tenían su santuario principal, para visitar otros templos. Estos traslados constituían grandes acontecimientos en los que el pueblo era espectador y partícipe del cortejo, aunque no podía ver las estatuas, que permanecían ocultas durante todo el recorrido. Las fiestas reafirmaban la desigualdad social y el rango de los faraones. No obstante, el pueblo participaba de la religión oficial venerando a los mismos dioses en capillas familiares, donde podían establecer un contacto más cercano. 

Los dioses egipcios

Los dioses surgen de un espíritu ordenador que les da la vida y esta idea se aplica a todas las manifestaciones de la naturaleza. Este dios a quien se atribuye la fuente de toda vida es Ra, el Sol, quien controla el ciclo del río Nilo.
Osiris es el dios que asume el ciclo vital de nacimiento, muerte y resurrección. Siendo en un principio el dios de la vegetación, fue asesinado por su hermano Seth, personificación del desierto, quien, envidioso de su prosperidad, lo despedazó. Pero Isis, esposa y hermana de Osiris, tras una larga búsqueda y la realización de prácticas mágicas, reconstruyó el cuerpo y le devolvió la vida. Una vez resucitado, Osiris fecundó a Isis, sin intervención carnal, dándole un hijo: Horus, el dios con cabeza de halcón. Este luchó contra su tío Seth, venciéndole y restituyendo el poder sobre todo Egipto. Con la adopción de este mito, los reyes se consideraron hermanos de Horus, descendientes directos del dios y con poder vitalicio sobre Egipto. Osiris se convirtió en el dios de los muertos, ya que representaba el Sol poniente y su reino se situaba en el oeste del Nilo. Durante la noche moría para volver a nacer. Horus era el Sol naciente. El culto a Osiris se difundió desde los inicios del período histórico y más tarde alcanzó una gran aceptación popular. Osiris fue el dios más próximo y accesible a los hombres sin rango divino. Éstos podían disfrutar de un más allá similar al del rey a través de la figura de Osiris. Su leyenda se evocó con múltiples variantes por todo Egipto. Los sucesivos cultos -en función de los cambios políticos- se fueron yuxtaponiendo. La supremacía de un dios sobre los otros dependía de las dinastías reinantes, quienes daban prioridad al dios de su ciudad. 

Muerte y vida de ultratumba

La muerte en el Egipto antiguo estaba considerada como un pasaje hacia una segunda vida y esto le daba un sentido positivo. Tras ella, el espíritu entraba en el mundo cósmico, un más allá eterno e inmutable. El ser humano estaba compuesto por un soporte material, el cuerpo, al que están ligados elementos inmateriales: el ba, que corresponde al alma o a la personalidad, y el ka, o doble de la persona, idéntico a su cuerpo pero sin forma material. Para representar a un dios o a un faraón con su ka, se reproducían dos figuras idénticas cogidas de la mano. 
El espíritu tomaba la forma del cuerpo difunto y convivía con él hasta volver a integrarse en el universo una vez el cuerpo había desaparecido. Con una imagen o doble del difunto y a través de la celebración de un ritual, el ka pasaba a la imagen.
La muerte significaba la separación de estos elementos y, si el ser humano quería comenzar su segunda vida, era imprescindible que el cuerpo se reuniera con los elementos espirituales que le habían animado, el ba y el ka. Había, por tanto, que preservarlo a la hora de su muerte; de ahí la importancia de los ritos funerarios y de los lugares de enterramiento como moradas imperecederas. Los rituales de momificación e inhumación eran más importantes, incluso, que la propia existencia, dado que el otro mundo se imaginaba como un lugar de renovación de la vida terrenal, adquiriendo así una importancia primordial. 
Para garantizar la continuidad en la otra vida se debían construir tumbas seguras en las que habitaría el espíritu de los difuntos, a quienes había que asegurar el mismo bienestar que habían disfrutado en la vida terrenal. Para ello se depositaba un rico ajuar y se realizaban ofrendas de alimentos, de las que se ocupaban los vivos. Los alimentos eran indispensables, pues si faltaban el alma tenía que vagar en su búsqueda.
El reino de los muertos se situaba en el oeste del valle del Nilo, en el Sol poniente, donde se encuentran las más importantes tumbas funerarias. Osiris era el dios tutelar de la vida de los muertos, a quienes acogía a cambio de ciertos trabajos. Los espíritus vagaban recorriendo el cosmos al igual que Ra, el dios solar, quien con su barca surcaba el firmamento durante el día, atravesando por la noche las doce regiones del mundo subterráneo de Osiris. 

El Libro de los Muertos

Durante la época del Imperio Nuevo se impuso la costumbre de depositar en el sarcófago de los difuntos el Libro de los Muertos, recopilación de fórmulas mágicas para ayudar a superar los peligros que acechaban a los difuntos en su viaje hacia el mundo de Osiris. Al comenzar su segunda vida, el difunto debía pasar la prueba del juicio ante un tribunal de cuarenta y dos representantes del otro mundo, presididos por Osiris. Dicho juicio se celebraba en la sala de Maat, diosa de la verdad y la justicia, y empezaba con el peso del corazón. 
En el platillo de la balanza, el corazón del difunto debía ser ligero como una pluma. En caso contrario, si éste tenía un peso excesivo, es decir, si sus malas acciones superaban las buenas, la persona sería devorada por demonios y se produciría su segunda muerte, la definitiva. Si salía triunfador, el alma sería libre de vagar por cielo, tierra y mundo inferior; podría sentarse en la barca de Ra y disfrutar de la conversación con todos los dioses. 
Por estas razones, desde los primeros tiempos, los egipcios procuraron mantener los cuerpos de los difuntos en buenas condiciones pues, guardando el cuerpo, prolongaban la vida del alma indefinidamente. Los alimentos del ajuar funerario estaban destinados al ka. Entre los rituales diarios ejecutados por los sacerdotes, uno de los más importantes era el de la transmisión del espíritu de los alimentos al alma del difunto. Estas ideas se aplicaban a todo lo vivo, ya que la materia se animaba con el espíritu.



Los orígenes de Egipto: el Imperio Antiguo 

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Alrededor del año 3000 a.C. se produjo en el antiguo Egipto el paso de la prehistoria a la historia, con el desarrollo de una serie de importantes cambios, tales como el nacimiento de la escritura, la mejora del sistema de riego, que comportó cosechas más abundantes, y la unificación política del país, con la fusión del Alto y Bajo Egipto. 
Generalmente se identifica a Narmer con el legendario Menes, que según la tradición se convirtió en el primer faraón de Egipto. El rey Menes, procedente del sur, estableció la capital en una ciudad de esta zona, en Tinis, por lo que las dos primeras dinastías se denominan tinitas. Durante este período se llevaron a cabo obras de irrigación que hicieron habitable la zona de El Fayum, en el norte. En las paletas conmemorativas y de tocador se encuentran las primeras imágenes que relatan las luchas entre los diferentes nomos. Al primer rey Menes le sucedieron otros reyes procedentes de Tinis, que gobernaron durante casi cuatro siglos. De este período no conocemos más que el nombre de los reyes y algún relato mítico, como el que atribuye la muerte de Menes al hambre voraz de un hipopótamo. Durante esta época se consolidó la prosperidad del país. Éste estaba organizado por una administración burocrática, que era controlada por el faraón.
Durante las primeras dinastías, periodo tinita, se perfilaron las principales características de la civilización egipcia. El momento más esplendoroso del Imperio Antiguo tuvo, sin embargo, lugar más tarde, en el transcurso de las dinastías III, IV, V y VI, aproximadamente entre el 2700 y 2160 a.C. 
El rey Djoser de la III dinastía (h. 2640-h. 2575 a.C.) trasladó la capital a Menfis, en el delta, iniciándose entonces la primacía del Bajo Egipto. Djoser intentó legitimar el poder de su gobierno con una centralización férrea de la administración y el refuerzo de la divinidad solar, el dios Ra, en detrimento de Horus, que había sido la divinidad tinita primordial. Los reyes fueron considerados desde entonces hijos directos de Ra, dios absoluto. 
La dinastía más significativa fue la IV, período de gran apogeo, durante el cual se construyeron las colosales pirámides de los faraones Cheops, Chefren y Micerino, consideradas una de las Siete Maravillas del Mundo. Se establecieron además contactos comerciales con la costa oriental del Mediterráneo y, a través del Mar Rojo, con Arabia y las costas de Somalia.
Durante la VI dinastía, la última del Imperio Antiguo, el rey Pepi emprendió campañas contra tribus semíticas en Palestina y, en el sur, la frontera se amplió hasta la segunda catarata. Pese a los éxitos militares, el poder de la nobleza fue aumentando y afianzándose como queda de manifiesto en la progresiva suntuosidad de las tumbas. Durante el reinado de Pepi II el Imperio quedó desintegrado, iniciándose el denominado Primer Período Intermedio, etapa histórica muy poco conocida, caracterizada por las luchas intestinas entre la nobleza que gobernaba el país.

La dispersión de Egipto: el Imperio Medio 

El faraón Amenemhet a inicios del Imperio Medio sometió a la nobleza y restableció el orden. Fue un período de gran prosperidad económica, colonizándose el lago de El Fayum. Sesostris I (la lectura de este faraón es importante porque en la figura de Mentuhotep se establece la identidad del José Bíblico, como se profundizará en alguna otra parte).Este faraón llevó a cabo una expansión territorial hacia tierras extranjeras y amplió la frontera hacia el sur hasta la segunda catarata, en el país de Nubia, territorio denominado «la tierra dorada» por sus ricas vetas de oro. El santuario de Karnak, cerca de la capital tebana, se erigió en centro religioso con Amón como dios principal. Tuvo lugar también un gran desarrollo literario, diversificándose la producción escrita y apareciendo una literatura secular, uno de cuyos relatos ha llegado hasta nuestros días. Se trata de Sinuhé el egipcio, que ha sido considerada la narración más antigua de la literatura profana egipcia. La historia de Sinuhé es un cuento del antiguo Egipto, que se basó en hechos reales. 
Narra la historia de un cortesano de la XII dinastía, que a la muerte del rey Amenemhet se encontró mezclado involuntariamente en intrigas palaciegas, que pretendían apartar del trono al príncipe heredero Senusret. Por ese motivo, Sinuhé huyó a Siria y vivió entre beduinos. Más tarde regresó a Egipto. La historia fue arreglada y continuada por un escriba y deleitó durante siglos a los antiguos egipcios. El valor de esta cuidada composición radica en ser la obra más representativa de la literatura narrativa. Las siguientes dinastías, XIII y XIV, volvieron a dividir el país, gobernando por separado el norte y el sur. Hacia mediados del 1700 a.C. se produjo una invasión de pueblos procedentes de Asia, los hicsos, que debilitó el poder egipcio. 
Los hicsos gobernaron durante las dinastías XV y XVI y se establecieron en la zona oriental del delta, donde fundaron una nueva capital (Avaris). No obstante, toleraron el gobierno de otros reyes en el Alto Egipto y en el delta. Mantuvieron sus propios dioses durante su gobierno, lo que significó un agravio insostenible para los egipcios. En el sur, Tebas se fue fortaleciendo hasta reclamar su soberanía e iniciar la reconquista.
Colosos de la Fachada del templo de Ransés II en Abu Simmel (la ampliacion es mejor)

El esplendor de Egipto: el Imperio Nuevo 

Aproximadamente en el año 1552 a.C. el faraón Amosis fundó la XVIII dinastía, consiguió dominar Avaris y expulsó a los hicsos. Se inició así un período de expansión territorial, que fue el de máxima potencia económica y cultural de Egipto. Amenofis I amplió las fronteras, hacia el oeste, adentrándose en Libia y, hacia el sur, en Nubia. Su sucesor Tuthmosis I, continuó la expansión hasta alcanzar la cuarta catarata. Gobernó después su hija Hatshepsut, quien llevó a cabo una política pacífica, dedicada a los intercambios comerciales y a la construcción de uno de los templos más bellos y originales de Egipto en Deir-el-Bahari. Tuthmosis III, que sucedió a Hatshepsut, intentó borrar cualquier vestigio material que la recordara, destruyendo numerosas estatuas de la reina. Con su iniciativa el Imperio egipcio alcanza su máxima expansión militar, extendiéndose desde la cuarta catarata hasta las orillas del río Éufrates, territorio arrebatado al reino de Mitani. Sus sucesores: Amenofis II, Tuthmosis IV y Amenofis III trataron de conservar la herencia territorial e incluso realizaron políticas de connivencia con los territorios sometidos, casándose con princesas mitanis. 
El arte proliferó, enriquecido por influencias asiáticas, con hermosas manifestaciones de pintura mural. La actividad arquitectónica recibió un gran empuje como consta en el templo de Amón, en Karnak, y en el templo de Luxor. 

El reinado de Amenofis IV

Amenofis IV, sucesor de Amenofis III, emprendió una reforma religiosa de culto monoteísta al disco solar (Atón) que impondría un nuevo gusto en el arte. Fundó una nueva capital lejos de Tebas, Tell-el-Amarna, donde construyó los templos del nuevo culto y los palacios residenciales. Sin embargo, a su muerte, Tutankhamón reinstauró de nuevo el culto politeísta con la preeminencia de Amón y abandonó la capital, de donde proceden la mayor parte de obras de arte de este momento. Con la XIX dinastía se inicia el período ramésida. Sethi I recobra los territorios asiáticos que se habían perdido durante el
Mascara funeraria de Tutankamon
período de Tell-el-Amarna. Su sucesor, Ramsés II, fue un faraón imperial emblemático. Más que por sus conquistas territoriales, se le conoce por las abundantes construcciones colosales que legó a la posteridad, como puede verse en la sala hipóstila del templo de Amón, en Karnak. Esta política la aprovechó también para ampliar la capital tebana hacia el otro lado del Nilo, en la parte occidental. 
Ramsés III, de la XX dinastía, es el último faraón relevante del Imperio Nuevo. El Mediterráneo Oriental se hallaba sometido a las incursiones de los aqueos que llegaron a Egipto por el norte, desde el mar. Aunque los rechazó, sin embargo, no pudo impedir la pérdida de la zona costera de Fenicia y Palestina. A partir de entonces empezó un período de anarquía y desunión, sucediéndose los faraones ramésidas e iniciándose una nueva etapa intermedia, que se prolongó durante cuatro siglos (h. 1070-656).

La decadencia del imperio egipcio: la Baja Época 

Este momento de la historia egipcia abarcó, aproximadamente, del siglo VII al I a.C. Fue una época de decadencia en la que el país estuvo sucesivamente dominado por pueblos extranjeros: libios, etíopes, persas, macedonios, griegos y romanos. El último momento de esplendor egipcio correspondió a la época saíta, durante la XXVI dinastía, cuyos faraones conseguirían recuperar algunos de los valores del Imperio Antiguo para hacer frente a la constante amenaza de los pueblos asiáticos y mediterráneos. Este momento concluyó con la dominación persa, a la que siguieron gobiernos indígenas, débiles e inestables, que fueron dominados por Alejandro Magno a fines del siglo IV a.C. Los siglos III y II a.C. correspondieron a la época de los lágidas o ptolomeos, sucesores de Alejandro Magno, quienes enlazaron la historia de Egipto con el dominio de Roma, en el año 31 a.C., cuando la flota romana de Octavio venció a Cleopatra en la batalla de Accio (Actium).

El arte del Egipto predinástico: cerámica, relieves y tumbas  
Vasija de cerámica de época predinástica (Museo del Louvre).

Entre el V y el IV milenio a.C. se desarrollaron diversas culturas neolíticas dispersas entre el delta y el valle del río Nilo, conocidas por los abundantes restos arqueológicos encontrados en localidades del norte del país como El Fayum, Merimde y El Omari, o del sur, como Badari, Amrah y Gerzeh. Se trata de culturas agrícolas que, sin embargo, conocían los metales. Esporádicamente se utilizaba el cobre e incluso el hierro, aunque en este caso trabajado en su forma natural, sin un proceso de fundición.

La cerámica

En esta etapa tuvo lugar un gran desarrollo de la cerámica, en un principio lisa, roja, negra o parda, con decoración incisa. Posteriormente, se decoró también los recipientes con pintura de color blanco y representaciones figurativas: animales, vegetales, figuras humanas y motivos abstractos (líneas cruzadas en su mayoría). Para las composiciones se distribuyeron las figuras animales (hipopótamos, cocodrilos, leones, elefantes o bueyes), pintadas con trazos rectos muy sencillos, inspirados en los trabajos de cestería y trenzado de tejidos.
Hacia mediados del IV milenio a.C. se extendió por todo el valle un tipo de cerámica que perduraría hasta la época de las primeras dinastías. Se trata de alfarería característica de la cultura de Negade II, procedente del sur, con motivos trazados en líneas de color rojo sobre un fondo claro tostado. Este tipo de cerámica representa motivos geométricos (círculos, retículas y líneas sinuosas), ocupando toda la superficie de las vasijas, o combinaciones con figuras humanas o animales muy esquemáticas, de trazos lineales muy simples. Abundan también las representaciones de embarcaciones con numerosos remos navegando en las aguas del río. Los barcos tienen cabinas, estandartes y abanicos en forma de palma que debían ser los distintivos de los diferentes poblados. La proliferación de escenas con embarcaciones demuestra tanto la importancia del Nilo -cuyo tráfico fluvial fue intenso desde los primeros asentamientos- como el interés por plasmar escenas cotidianas en vasijas de uso corriente. Junto a estas representaciones hubo, sin duda, pinturas parietales pero, la ausencia de restos, no permite establecer una comparación que complete los primeros repertorios de formas. Sólo ha sobrevivido una pintura en Hieracómpolis (ciudad del sur), en la que se plasmaron los mismos motivos que en alfarería. 

La estilización de los motivos

Lo que caracteriza a estas cerámicas es la estilización en las formas decorativas; así los barcos se reducen a esquemas y de los animales se representan sólo los rasgos mínimos (pico, patas). La figura humana se plasma también con simples líneas y son muy abundantes las figuras con ambos brazos levantados en actitud de ejecutar una danza. En los objetos de uso cotidiano de marfil (cucharas, peines) abundan las decoraciones de figurillas talladas con formas humanas y animales (muy esquemáticas), que se adaptan a los mangos de los utensilios. También hay figuras femeninas exentas de marfil y arcilla, que presentan un tamaño reducido. 
Las extremidades están separadas del tronco. El triángulo púbico, fuertemente inciso, queda muy acentuado y es de un tamaño enorme, si se compara con la proporción de la figura en la que se halla inscrito. Son representaciones de carácter simbólico en relación con la fertilidad. Otro tipo de figuras realizadas en barro representan cuerpos femeninos con el torso desnudo y los brazos alzados acabados en punta. 

Los primeros relieves

A las primeras manifestaciones artísticas de pintura en cerámica, hay que añadir las decoraciones en relieve sobre piedra en objetos de uso cotidiano y ritual, que proliferaron hacia fines del IV milenio a.C. desde la cultura de Negade II. Se trata de paletas de tocador, cuchillos, mazas votivas y estelas conmemorativas. En estas piezas se sigue la paulatina transformación de los medios de expresión heredados desde el Paleolítico, a los que se incorporarán nuevos logros formales. Finalmente, tras una progresiva sistematización de las soluciones plásticas, se constituyeron los códigos fijos de representación que se mantuvieron a lo largo de todo el arte egipcio.
Las paletas de tocador o de aceites eran placas rectangulares de piedra (pizarra, caliza o alabastro) con un depósito circular central que servía para disolver el polvo de malaquita utilizado para el maquillaje de ojos o cualquier otro tipo de cosmético. Estas paletas se decoraban con relieves de motivos figurativos, animales y humanos, que cubrían toda la superficie.
En la denominada Paleta de Hieracómpolis la composición mantiene la tradición arcaica en la que se adosan las figuras una al lado de la otra, sin seguir una dirección concreta. Todos los animales se representan con detalle, plasmando su perfil característico. 
Otras escenas representan acontecimientos inmediatos como la Paleta del León vencedor (Museo Británico, Londres), introduciendo el relato con la intención de evocar y fijar para la posteridad un hecho importante para la colectividad. Son paletas en las que aparecen luchas entre los diferentes clanes. 
El león encarna simbólicamente al jefe, quien con su poder y astucia vence al clan rival. El espacio, por su parte, está totalmente cubierto por figuras que no siguen un orden estricto. Los cuchillos de piedra con mango de marfil eran objetos de uso ceremonial. Se conserva un magnífico ejemplar, procedente de Djebel-el-Arak, en el Museo de Louvre (París), con escenas grabadas en las dos caras del mango. Pertenece a una época posterior a las paletas citadas y refleja importantes modificaciones en el método de representación de las figuras. En una de ellas aparecen grupos humanos en una batalla en la que intervienen barcos, en la otra cara una serie de animales (leones y gacelas) aparecen coronados por un personaje flanqueado por dos leones rampantes. Las figuras humanas están de pie, ordenadas formando hileras a lo largo de la superficie.
Maza rey escorpion
En esta etapa protohistórica el arte servirá para constatar el prestigio y poder de los reyes. Así, se crean diferentes emblemas de la realeza, entre los que se hallan las mazas votivas decoradas con relieves. Una de las más significativas es la Maza del rey Escorpión(Ashmolean Museum, Oxford). En ella se representa al rey con los atributos propios de su rango -corona del Alto Egipto y cola de perro- y una azada en la mano en el acto ritual de la siembra vegetal. La figura real se impone sobre las demás por su mayor tamaño, por la inscripción del rey Escorpión y por el estandarte de Horus en forma de halcón, que indica que es hijo del dios. 
La novedad que aporta la maza estriba en que por primera vez se graba en caracteres jeroglíficos el nombre del rey con la intención de constatar para la posteridad la primacía de un jefe concreto. 

Las tumbas

Las primeras tumbas eran pozos circulares u oblongos, donde se inhumaba a los difuntos en postura fetal, de modo análogo a como el hombre paleolítico disponía a sus muertos. 
Más tarde, en las zonas del norte habitadas por agricultores, las tumbas tomaron la misma forma que tenían las casas con el objeto de que el difunto se sintiese mejor acogido. Sin embargo, en el sur, una región ocupada por pastores nómadas, las moradas de los muertos se indicaban con un conjunto de piedras que dio, finalmente, origen a los túmulos. La posterior evolución de las construcciones funerarias es una conjugación de estos dos tipos de tumbas. 
Así, el simple hoyo excavado en la tierra se cubre exteriormente con piedras y arena, formando de este modo un bloque macizo rectangular sostenido por muros de ladrillo en talud. Esta estructura exterior rectangular evolucionó, siendo el origen de la posterior mastaba, la estructura funeraria que antecedió a las colosales pirámides.

El arte egipcio en los albores de la etapa histórica

En los albores de la historia, las diversas aldeas primitivas se unificaron en nomos que serían las primeras divisiones políticas y administrativas. Se organizaron dos grandes regiones bajo la tutela común de un rey para los nomos del delta y otro para los del valle. Se formaron dos países, el Bajo y el Alto Egipto, que eran, respectivamente, la gran extensión del delta y el valle fluvial. 
Hacia el año 3100 a.C., los diferentes nomos del norte y del sur se unificaron, definitivamente, bajo la tutela de un sólo rey, Menes, momento en que realmente comienza la historia de Egipto con una sociedad jerarquizada que desarrolló un gran imperio agrícola.
La representación de la Paleta del rey Narmer (Museo Egipcio, El Cairo) se ha identificado con el rey Menes, fundador de la I dinastía y primer gobernante que unificó el país, imponiéndose sobre el Bajo Egipto. Se trata de un relieve que muestra los principios figurativos del dibujo y la composición. La representación se ha sometido a una ordenación total, distribuyendo el espacio en registros horizontales sobre los que se sitúan las figuras. En el anverso, se ha aprovechado el hueco de la cazoleta central para situar a dos animales que rodean con su largo cuello el depósito de ungüentos. En el registro superior el rey, con la corona del Bajo Egipto, desfila precedido por los estandartes del dios Horus. Las líneas verticales de los estandartes destacan sobre la horizontal que sirve de apoyo a las figuras. En un extremo de la misma escena, los cuerpos de los prisioneros decapitados están perfectamente alineados formando dos hileras en sentido vertical. En el reverso, se ha dejado un gran registro central para la figura triunfante del rey, que está representado de mayor tamaño que las demás figuras, con la corona del Alto Egipto y sacrificando a un prisionero. En esta paleta se esbozan pues los principios de representación que se impondrán con posterioridad.

La arquitectura egipcia 

La cultura egipcia está profundamente ligada a la naturaleza, de manera que la arquitectura convive en armonía con el marco geográfico. El valle del Nilo ofrece un paisaje de llanuras en las proximidades del río formando terrazas y, más allá de los desniveles, está la inmensa planicie desértica. 
La ausencia de madera y piedra determinan que la construcción de la vivienda, incluso los palacios más grandiosos, sean de ladrillos de adobe sin cocer. Por el contrario, las construcciones sagradas, templos y tumbas, se realizaban en piedra. Construidas para la eternidad, son las únicas estructuras arquitectónicas que han llegado a nuestros días.
La arquitectura sagrada no está pensada como espacio habitable, sino como forma volumétrica pura, que se sitúa en la inmensidad de un territorio. La articulación del espacio en el interior de las construcciones sigue una ordenación que depende del trazado de un eje. Las diferentes dependencias se disponen alineadas, configurando una trayectoria que se prolonga desde el exterior profano al interior sagrado más recóndito del templo. Toda la arquitectura está pensada conforme a las necesidades de los dos rituales fundamentales en la vida egipcia: el funerario y el culto a los dioses.

El arte egipcio: la representación del dios-soberano 

Las gigantescas construcciones de la civilización egipcia, las pirámides, reflejan también, sin duda, la estructura jerárquica de esta sociedad. En una civilización donde la figura del soberano coincidía con la de Dios, las características que se otorgaban al arte eran, principalmente, aquellas que glorificaban al soberano, al faraón. La mayor parte de la producción artística se destinaba, por lo tanto, al servicio del templo y también del palacio. El tradicionalismo del antiguo arte oriental se caracteriza por la lentitud de su evolución y la longevidad de sus singulares tendencias estilísticas. En efecto, en un mundo donde la tierra y la riqueza estaban concentradas en pocas manos y la estabilidad social estaba permanentemente amenazada por la clase social mayoritaria, compuesta por pobres o esclavos, se intentaba evitar las innovaciones artísticas, del mismo modo que se temía cualquier otro tipo de cambios o reformas. Los sacerdotes, por su parte, divinizaban a los reyes, para que quedasen en el ámbito de su propia autoridad; al mismo tiempo los reyes ofrecían templos a los dioses y a los sacerdotes: todos buscaban en el arte un aliado para la conservación del poder. 

Tradición y academicismo
Para poder aproximarse a lo divino, este arte evitaba el carácter transitorio de los individuos y plasmaba una forma estereotipada y atemporal.
Incluso las escenas que reproducían momentos de la vida cotidiana estaban en relación con la fe en la inmortalidad y, por supuesto, con el culto a los muertos.  Los grandes talleres anexos al palacio y al templo eran las escuelas en las que se formaban las nuevas generaciones de artistas. Aquellas representaciones típicas del arte egipcio que muestran todas las fases de la elaboración de una obra, debían tener, sin duda, una función didáctica, destinada a los aprendices. Esto explica el singular academicismo del arte egipcio, academicismo que le aseguraba un altísimo nivel, pero también un gran carácter estereotipado. Mientras los pintores y los escultores permanecían en el anonimato, por el hecho de realizar una actividad manual, a los arquitectos se les reconocía la cualidad intelectual de su trabajo y se les otorgaba una cierta relevancia social. En el arte egipcio la estatua era, por encima de todo, el monumento de un rey y en segundo lugar la representación de un individuo. Es por eso que los ministros y los cortesanos intentaban aparecer representados del mismo modo, es decir, mostrando un aspecto solemne y sereno, como se observa en las estatuas de los escribas. Solamente el hombre sin rango podía ser plasmado como era realmente. Ello explica el realismo de las escenas de la vida cotidiana, en las que aparecen representados personajes de clases sociales inferiores. Este concepto no sufre cambios sustanciales desde el III milenio a.C. hasta la conquista de Alejandro Magno en el 332 a.C. 

La reforma de Akhenatón
Un único intento de rebelarse a la tradición fue llevado a cabo por Akhenatón (Amenofis IV) en el siglo XIV a. C.
Reina Nefertiti
Autor de una reforma religiosa, Akhenatón, impulsó en el arte, durante un breve período de tiempo, una gran variedad de formas naturalistas. En esta etapa artística el realismo se manifestó libremente, destacando una delicadísima introspección psicológica, como puede observarse en los retratos de Akhenatón y Nefertiti. Tras esta etapa se volvió de nuevo a la estilización normativa de la tradición. 
Entre todos estos principios formales del Próximo Oriente y especialmente de Egipto, el de la frontalidad era sin duda el más característico. Si la crítica de arte positivista tendía a interpretar esta disposición como impericia técnica, en la actualidad se sabe que el principio de la frontalidad respondía a un tabú social: no se quería cortar la figura (en especial la del faraón). Por este mismo principio, si una figura se concebía lateralmente, se disponía con la cabeza de perfil, el busto de frente y las piernas nuevamente de perfil.
Durante la dinastía saíta (siglos VII-VI a.C.), una etapa que se desarrolló entre la invasión asiria de Asurbanipal y la invasión persa de Cambises, el arte perdió todos los valores de la tradición egipcia. 
Apareció, finalmente, el retrato realista, pero, en realidad, ello fue más el resultado de una habilidad técnica que el de un cambio estético.
Construcciones funerarias: primeras manifestaciones de la arquitectura egipcia
Las tumbas de las primeras dinastías se encuentran en Abydos. Son tumbas de madera y ladrillo excavadas en fosos que tienen falsa bóveda de piedra. A estas construcciones se añaden cámaras para colocar las ofrendas y el ajuar funerario, compuesto de numerosos y variados artículos: armas, vasijas, ornamentos y espátulas talladas con formas animales. Además, se incluyen alimentos (grano, cerveza, aceite) para atender a las necesidades del difunto.
El rey era el representante de todo el pueblo, el intermediario entre los hombres y los dioses.
Si se garantizaba la supervivencia del rey, quedaba pues resguardada también la vida de todos los demás grupos y la continuidad, por tanto, del ciclo anual del Nilo con el desbordamiento de sus aguas. Los ritos funerarios cobraron importancia a medida que los administradores y nobles desearon tener también un enterramiento semejante al del rey, que les asegurase la vida eterna. Este es el origen y desarrollo de las mastabas, forma habitual de la arquitectura funeraria de las clases altas. Si en un principio los cementerios estaban en el interior de las ciudades, con la adopción del culto destinado a la vida eterna, las mastabas se agruparon formando calles de trazado regular. Éstas constituían auténticas ciudades de los muertos alejadas del casco urbano. Al mismo tiempo, cristalizaron tres principios que regirían en el futuro las prácticas funerarias y que se mantendrían inalterables a lo largo de toda la historia de Egipto: el mantenimiento permanente del cuerpo del difunto, la necesidad de que el material de la sepultura fuese imperecedero y la alimentación del ka para que éste pudiese subsistir.  

 Las mastabas

A partir de la III dinastía se construyó la necrópolis de Saqqarah o Sakkara, al oeste de la ciudad de Menfis, en el Delta, donde estaban enterrados los altos funcionarios. Se implantó entonces la mastaba como modelo de tumba, aumentando progresivamente el tamaño y la complejidad. Las mastabas son sepulturas excavadas en el suelo rocoso, sobre las que se construye una sala con muros de ladrillo en talud, decorados en su interior con bajorrelieves. En general constaban de dos zonas independientes, una capilla funeraria y una cámara sepulcral. Debajo de la capilla se situaba la cámara funeraria que, posteriormente, se incorporó al interior. Al ser un espacio subterráneo, el acceso a la cámara sepulcral se realizaba a través de un foso vertical, que atravesaba el túmulo de piedra y era cegado tras el enterramiento. El sarcófago con el ajuar funerario y las ofrendas, indispensables para la vida de ultratumba del difunto, quedaban así protegidas. 
En sus comienzos la estructura exterior de la mastaba era totalmente maciza y la capilla se adosaba en la parte oriental del túmulo. Cuando ésta se incorporó al interior, a partir de la III dinastía, la mastaba se convirtió paulatinamente en una edificación más compleja. La cámara funeraria se multiplicó en diversas cámaras de ofrendas hasta alcanzar un gran número de aposentos. 
En las cercanías de las mastabas se encontraban otros cementerios secundarios. En ellos se han hallado tumbas de sirvientes, que fueron sacrificados para que siguieran sirviendo a sus señores en la otra vida. El mayor número de mastabas se agrupa en Saqqarah y también Gizeh, aunque en su desarrollo histórico y tipológico no presentan una morfología única y existen múltiples variantes con una estructura similar.
La existencia de mastabas perpetúa incluso después de la muerte las diferencias sociales existentes en la sociedad egipcia. En contraste con las pobres construcciones funerarias de la mayoría de la población egipcia, las mastabas de los funcionarios de alto rango eran verdaderas mansiones funerarias con multitud de cámaras de culto, lujosamente decoradas con pinturas cubriendo los muros. En ellas se relataban los títulos y dignidades que poseía el difunto y se reproducían escenas de la vida cotidiana. Se multiplicaron también las estatuas del difunto, repartidas en las cámaras, para que los visitantes pudiesen admirarlas.

El primer gran recinto funerario

Construido por Imhotep para albergar la tumba de faraón Djoser -fundador de la III dinastía- este gran recinto funerario acogía en un sólo conjunto todos los edificios y salas necesarios para celebrar los rituales que tenían lugar para continuar la vida más allá de la muerte. Se trata de la primera vez en que la idea de vida eterna encuentra traducción arquitectónica. Así, muchas de las soluciones adoptadas sirvieron de modelo para las construcciones funerarias posteriores. El rey Zoser consiguió imponerse sobre el clero y organizar una política centralizada, de carácter absolutista, sobre todo el territorio egipcio. Impuso la adopción del culto al Sol, Ra, con superioridad total sobre los demás dioses. La divinización del monarca se transformó. El rey ya no era hijo o representante del dios, sino parte de la misma divinidad. 
El conjunto arquitectónico es un recinto rectangular, rodeado por un perímetro de muralla de dos kilómetros. Encierra en su interior una pirámide escalonada junto a otras edificaciones que acogían las salas ceremoniales y los almacenes, así como un conjunto de tumbas. La muralla, de diez metros de altura, presenta en todo su recorrido acanaladuras verticales de ángulos rectos, que son la transcripción en piedra caliza de los muros realizados con ladrillos de adobe de épocas anteriores. Tiene catorce puertas falsas y una única verdadera, de pequeñas dimensiones. A través de ella se accede a un corredor estrecho, pasadizo procesional, por el que se penetra en una sala cubierta, que consta de tres naves separadas por columnas acanaladas. Las columnas transcriben en piedra los haces de cañas que constituían los soportes en las construcciones predinásticas. La nave central es más elevada que las laterales, lo que permite la abertura de pequeños vanos para la entrada de luz natural. En las naves laterales las columnas están adosadas a la pared, ya que en las primeras construcciones los egipcios no adoptaron las posibilidades de la sustentación libre. Por ese motivo las columnas tienen una función simbólica y no tectónica. 

La sala hipóstila

La sala hipóstila es uno de los espacios originales con mayores logros artísticos por la belleza y variedad de sus columnas. En el complejo de Zoser se encuentran formas de columnas, que perdurarán en la arquitectura de todos los períodos históricos, como las que se hallan adosadas a los muros del edificio del lado norte, que imitan los tallos de papiros con fustes de sección triangular y capiteles acampanados. Dentro del recinto hay un conjunto de patios, a modo de plazas, a ambos lados de la pirámide. En el lado sur, el patio más grande está concebido para celebrar la carrera ritual del faraón en la que demuestra a sus súbditos que todavía está en plena forma y tiene energía para prolongar su mandato. Dentro del patio, situados en los dos extremos del eje longitudinal, hay varias construcciones: en el norte, un pequeño altar con rampa y un templo; en el sur, un edificio con planta en forma de B. La pirámide escalonada, construida para cobijar el ka del rey, no es sino una superposición de seis mastabas para dar mayor monumentalidad y guardar una proporción de escala armónica frente a la gran muralla. Con posterioridad, se rellenaron los huecos entre las diferentes terrazas, dando origen a la forma característica de las pirámides. Bajo la pirámide se encuentra la cámara sepulcral, en la que se guardaba el sarcófago y el ajuar funerario, con otras cámaras adyacentes unidas por un corredor laberíntico.

Las pirámides egipcias
  
El fundador de la IV dinastía, Snefru, mandó construir tres pirámides. La primera de ellas, situada al sur de Gizeh, pasó por diferentes etapas constructivas hasta que se cubrió cada uno de sus lados por un plano liso. Esta forma piramidal tan característica responde simbólicamente a la consolidación definitiva del rey como divinidad. Además, se idearon varias construcciones vinculadas a la cámara sepulcral propiamente dicha. En primer lugar el templo del valle, situado junto al río; del valle partía una calzada que conducía al templo funerario situado en la parte oriental de la pirámide. Desde entonces estos elementos arquitectónicos se incorporarían a los conjuntos funerarios.
Las pirámides de Dahshur ilustran otros tanteos en la búsqueda de una fórmula arquitectónica con función funeraria. Allí se encuentra la pirámide quebrada, cuyos lados poseen dos ángulos de inclinación, y la pirámide modelo, la más antigua de las conservadas en la actualidad, ya con los planos resueltos en forma triangular, aunque sus lados sean isósceles y no equiláteros.

 Simbología y significado de las pirámides egipcias  
No se puede dar una única interpretación a las pirámides, puesto que su forma aparece en un contexto muy complejo de ritual fúnebre. Las pirámides eran, en realidad, tumbas que simbolizaban la idea de eternidad.
La primera deducción del significado simbólico de las pirámides fue desarrollada durante el siglo XIX por el insigne egiptólogo Ernesto Schiaparelli (1856-1928). Frente a las teorías positivistas que ponían todo el acento en la culminación de un proceso técnico, para Schiaparelli la pirámide simbolizaba la energía vital del Sol que era transferida al faraón en su tumba. Los cuatro lados de la pirámide están orientados en dirección exacta hacia los cuatro puntos cardinales, lo que también ha sido interpretado como una relación simbólica hacia el número cuatro, al que se le otorgaba propiedades divinas y cósmicas. 
La planta cuadrada, sobre la que se yergue la pirámide, sintetizaría la relación entre pirámide y cosmos y, por lo tanto, también entre la vida terrenal y la divina. Por otra parte, solamente es posible comprender el significado de las pirámides dentro del carácter religioso que imprime el sentido de la vida de los egipcios. El esfuerzo colectivo, necesario para su construcción, ilustra la disciplina y la organización de todo un pueblo.
Dibujo de la estructura interna de la pirámide de Cheops
Sobre el significado y simbología de las pirámides son ilustrativas y también representativas las palabras del egiptólogo James Henry Breasted (1865-1935), refiriéndose a la Gran Pirámide: «Probablemente, no habría muchos canteros, ni muchos hombres que conocieran la técnica de construir con piedra cuando Khufu-onekh dio sus primeros paseos sobre la desnuda meseta de Gizeh, concibiendo el plan fundamental de la Gran Pirámide. Así, podremos comprender la intrépida energía del hombre que ordenó el trazo de la base cuadrada de 230 metros por lado. Sabía que necesitaría cerca de 2,5 millones de cantos, de 2,5 toneladas cada uno, para cubrir este cuadrado de 5,3 hectáreas, con una montaña piramidal de 147 metros de altura. Por esto la Gran Pirámide de Gizeh constituye un documento de la historia de la inteligencia humana. Con ella se pone claramente de manifiesto el sentido humano de poder soberano. El ingeniero logró conquistar la inmortalidad para sí y para su faraón, gracias a su consumado dominio sobre las fuerzas materiales.»

 Las pirámides de Gizeh

El conjunto de pirámides de mayor tamaño se encuentra en Gizeh y fue levantado por los faraones Keops, Kefren y Micerino durante la IV dinastía. Estas pirámides no son sino la parte más visible de todo un conjunto funerario que incluye dos templos, uno situado en la parte oriental de la pirámide, templo funerario, y otro en la orilla del río, templo del valle, unidos ambos por un corredor y con la protección de un recinto amurallado.
La construcción de estos diferentes edificios respondía a las fases por las que debía pasar el cadáver del faraón antes de ser depositado definitivamente en su cámara mortuoria. El recorrido ritual del difunto comenzaba en el templo del valle donde el cuerpo era momificado. De allí pasaba al templo funerario donde se realizaban las ceremonias que le otorgarían la eternidad. El camino entre la zona baja del valle del río y la zona más elevada del desierto, donde estaban las pirámides, quedaba señalado por una senda en sentido ascendente, lo que añadía significado simbólico al trayecto del faraón difunto.
La pirámide de Cheops es la «pirámide» de Egipto por excelencia, la más monumental de las tres. Probablemente, es la forma arquitectónica que más literatura ha suscitado desde que fue dada a conocer al mundo occidental. 
Está construida sobre una base de un cuadrado de 230 metros de lado y 147 metros de altura. La orientación de cada uno de los lados se corresponde con un punto cardinal. En el interior de la pirámide hay tres cámaras sepulcrales desiguales, como resultado de diferentes modificaciones realizadas a lo largo de su construcción. A la primera de ellas se accede desde una entrada en el lado norte de la pirámide que da paso a un pasillo, que desciende en picado hasta llegar a la cámara. Ésta se halla en el mismo eje vertical de la pirámide. A la segunda cámara se llega desde el pasadizo anterior, que se desvía en su recorrido para ascender, y, posteriormente, seguir paralelo a la base. Aquí la cámara tiene una falsa bóveda. La tercera, y definitiva, se situó en un nivel elevado sobre las otras dos. Se accede a ella desde el angosto pasadizo de la segunda cámara y está precedida por una antecámara protegida por tres losas de granito. La cámara funeraria tiene una techumbre resguardada por cinco cámaras de descarga y una cubierta a dos aguas. Estudios de ingeniería realizados en la actualidad han revelado la gran precisión con que se reparten las fuerzas estáticas de la masa piramidal. Causa asombro que los egipcios pudieran intuir en su construcción una distribución de fuerzas tan equilibrada, repartiéndolas a lo largo de diferentes puntos de la masa pétrea, hasta llegar a ser absorbidas por la gravedad del suelo.
Hay unanimidad respecto a que las pirámides se construyeron utilizando rampas paralelas a cada uno de los lados por las que se subían los materiales. Estas rampas, hechas de fango y grava, se prolongaban según las necesidades de crecimiento de la construcción y, una vez finalizada ésta, se retiraban para dejar la forma arquitectónica desnuda.
las Tres Pirámides
Durante la V dinastía se construyeron otras pirámides en Abusir y en Saqqarah, a imitación de las de Gizeh y con la misma distribución del conjunto funerario, pero con material de ladrillo y de un tamaño mucho menor. 
También en el Imperio Medio, durante la XII dinastía, se construyeron pirámides de ladrillo, cubiertas con planchas de piedra caliza de las que apenas quedan restos. Fueron construcciones más simbólicas que monumentales, prolongación de una tradición ancestral que se mantuvo, quizás por temor a olvidar una antigua costumbre. Más tarde, entre los años 750 a.C. y 350 a.C., los reyes etíopes construyeron más de ciento ochenta pirámides en Nubia. Son construcciones que se agrupan del mismo modo en que se distribuyen las chozas de una aldea africana. La grandeza de Gizeh se había perdido para siempre, no se volvieron a construir tumbas semejantes a las del Imperio Antiguo.

Los templos funerarios egipcios

Las construcciones funerarias, que se organizaron en función de los rituales previos a la ubicación definitiva del difunto en su tumba, quedaron perfectamente definidas durante la IV dinastía, desde la construcción de la pirámide de Meidum. Los dos módulos arquitectónicos que completan la tumba son los templos, uno situado en el valle y otro en el lado este de la pirámide, unidos por una calzada ascendente cubierta. En el templo del valle tenía lugar el proceso de momificación y purificación del cuerpo y en el templo funerario de la pirámide se ultimaban los ritos con la ceremonia más importante, «la abertura de la boca», por la que el ka del difunto animaba la estatua.
La Gran Esginge de Gizeh
En el complejo funerario de Gizeh, el templo del valle de la pirámide de Chefren es el único que ha proporcionado restos arquitectónicos de importancia. Consta de una planta inscrita en un cuadrado con muros lisos en talud. La entrada, desde el lado oriental del edificio, tiene dos accesos simétricos con vestíbulos independientes que se comunican en una antecámara. Desde ésta se entra a una sala hipóstila en forma de T invertida que consta de una nave longitudinal con doble fila de pilares, cuyos muros interiores estaban flanqueados por 23 estatuas sedentes de Chefren. En la construcción de la sala hipóstila se utiliza por primera vez como soporte la pilastra cuadrangular, que ejerce de sostén libre sin contar con una pared de apoyo. La sabia conjunción de elementos y el sentido de la proporción consiguen que los bloques pétreos de granito rosado proporcionen uniformidad a todo el edificio. La luz se filtraba por ranuras abiertas en la techumbre plana. El edificio, que es emblemático, tiene una arquitectura arquitrabada. La armonía de la sala hipóstila es además perfecta.
De los templos funerarios del complejo de Gizeh, solamente en la pirámide de Micerino quedan restos que permiten reconstruir el original. Del templo de Cheops, que es el más antiguo, hay vestigios de los pilares cuadrados de basalto que rodeaban el patio interior, lo que testimonia un tipo constructivo que sería característico de los templos dedicados a los dioses. El templo de Micerino, sin embargo, es el que informa de la existencia de un gran patio abierto a la luz del día y rodeado por pilares.
La construcción de hipogeos en Egipto 
Los hipogeos prolongaron una tradición iniciada en el Imperio Antiguo, que consistía en construir tumbas horadando las paredes pétreas. La implantación del modelo de hipogeo como conjunto arquitectónico funerario implica la adecuación al paisaje en el que se inscribe. A diferencia del Imperio Antiguo, en el que los volúmenes de las pirámides rompían con la horizontalidad de las grandes extensiones de arena, los hipogeos no son una estructura que se impone al horizonte, sino una articulación de volúmenes integrados en el espacio que ofrece el entorno. 
La estructura interior de los hipogeos conserva en gran medida la de las tumbas reales del Imperio Antiguo, prolongándose de este modo hacia el interior de la montaña.
Los hipogeos de Deir el-Bahari: la tumba de Mentuhotep
Deir el Bahari
Tras una etapa de disputas entre diferentes ciudades, que llevó a la desintegración del país, Mentuhotep, rey procedente de Tebas, reunificó Egipto bajo su mandato.
Para su tumba Mentuhotep escogió el paraje de Deir el-Bahari, en la orilla izquierda del río Nilo, al sur de Tebas. En él erigió un gran hipogeo. El conjunto funerario está precedido por una amplia avenida, que parte de la orilla del río y que está flanqueada por estatuas del rey. Tras finalizar este recorrido, se llega a una gran plaza donde se alza la construcción estructurada en dos terrazas escalonadas. La base del primer nivel es un pórtico de columnas sobre el que descansa una sala hipóstila, a la que se accede desde la plaza por una rampa. El segundo nivel sirve de base a una pirámide que corona el conjunto. La novedad estriba en que la pirámide no está cubriendo la cámara funeraria del faraón, sino que ésta se halla excavada en las profundidades de la roca, tras el templo. La segunda terraza tenía las paredes en forma de talud, cubierta con relieves. En el interior, la sala hipóstila, compuesta por pilares octogonales, formaba un bosque de columnas distribuidas en hileras.
Además, detrás de este santuario hay un patio rodeado de pilares con una capilla que antecede a la cámara sepulcral. A un lado del edificio, desde la explanada delantera, se accede a un corredor que conduce a la sala donde estaba la estatua del rey.
Este sepulcro es el último en que se mantiene la pirámide como reminiscencia simbólica que indica la importancia del difunto. Desde el protagonismo absoluto de la pirámide en el Imperio Antiguo, se ha llegado a la drástica reducción de su tamaño, situándola en un plano secundario, mientras gana importancia el templo, que aumenta sus pórticos y salas. El aspecto general conjunto es el de un gran edificio porticado.

El templo funerario de la reina Hatshepsut

Cinco siglos después de la construcción del templo de Mentuhotep, la reina Hatshepsut de la XVIII dinastía (Imperio Nuevo) decidió construir otro hipogeo en el mismo paraje. El arquitecto Senenmut fue el encargado del proyecto. La construcción resultante fue tan armoniosa que el edificio se ha comparado con los templos griegos helenos. Destaca, especialmente, la simetría de las proporciones y la equilibrada integración de cada una de las partes del conjunto arquitectónico. 
Hatshepsut
El edificio se distribuye en terrazas escalonadas de tres alturas, unidas por rampas que se extienden en profundidad hacia el interior de las rocas. La organización del conjunto funerario mantiene la serie básica de templo del valle, calzada ascendente, templo funerario y capilla fúnebre excavada en la roca.
Desde el valle se asciende al templo funerario por una calzada, flanqueada de esfinges con el rostro de la reina en piedra arenisca de pequeño tamaño. Al llegar al templo, la serie se prolonga con estatuas mayores de granito rojo. El final de la calzada desembocaba en un recinto con dos estanques, desde donde comienza una rampa sobre un pórtico de pilares que da acceso al nivel superior. La segunda terraza es un gran cuadrado que tiene dos de sus lados porticados con columnas. 
En el lateral norte, porticado con columnas protodóricas, hay una capilla dedicada al dios Anubis, el de la cabeza de chacal, que penetra en la roca. 
La gran superficie de esta explanada se utilizaba como parada en la procesión que cada año traía de visita al dios Amón desde el templo de Karnak, en la otra orilla del río. En el otro extremo de la terraza hay un santuario de techumbre abovedada dedicado a la diosa Hathor (también excavado en la roca) y con acceso directo desde la explanada principal por una rampa. En el interior del santuario hay varias cámaras y dos salas hipóstilas con pilares rematados con capiteles que representan el rostro de la diosa Hathor (con forma humana y cabeza de vaca). Otra rampa conduce hasta la tercera y última terraza, donde se alza una pared con una hilera de estatuas policromas, que combinan la forma corporal del dios Osiris con el rostro de la reina Hatshepsut. Desde la hilera de estatuas se accede a un patio interior que alberga en dos de sus lados pequeños santuarios; a continuación, ya en la profundidad del zócalo rocoso, están localizadas las capillas funerarias de la reina Hatshepsut y también de su padre el faraón Tuthmosis I. 
El reto que planteaba la construcción era conjugar el escenario imponente de la montaña con un edificio armonioso. La arquitectura había de ser sumamente audaz para no quedar empequeñecida bajo los volúmenes aplastantes del acantilado rocoso. La combinación de espacios arquitectónicos con formas escultóricas fue una verdadera novedad. 
El resultado final imbrica todos los elementos de manera tan eficaz, que ni la arquitectura se sobrepone a la escultura, ni ésta ofusca la pureza de las estructuras constructivas. Ambas se complementan, pues, al formar una sola unidad. 
Ramsés II
El conjunto es ejemplar por la sabia articulación del espacio; también se trata de un conjunto único en el contexto del Imperio Nuevo, ya que las formas colosales se impondrían a lo largo de este período y no se volvería a realizar una propuesta similar. El templo de la reina Hatshepsut no era pues, propiamente, una tumba. Tuthmosis I inauguró la costumbre de enterrar a los faraones en el Valle de los Reyes, que constituye una garganta natural, oculta en el otro lado de Deir-el-Bahari. Fue la necrópolis real durante todo el Imperio Nuevo, con cámaras excavadas en la roca. 
En ella se hallaron los sarcófagos con los cuerpos de Hatshepsut y su padre, en cámaras ocultas bien disimuladas. Esta garganta natural se adentra en el valle, donde un macizo triangular corona el conjunto montañoso, otorgándole el simbolismo piramidal.
Los imponentes templos del Imperio Nuevo egipcio
Los templos constituyen el gran patrimonio arquitectónico del Imperio Nuevo. Fue a partir de entonces cuando estas edificaciones se construyeron como unidades autónomas del conjunto funerario y adquirieron una importancia mayor en relación con el progresivo poder que lograron los sacerdotes durante ese período. Los templos se enriquecieron arquitectónicamente y alcanzaron magnitudes colosales, que no tuvieron precedentes en épocas anteriores. 
Las ciudades se potenciaron como centros religiosos respetando las preferencias locales hacia determinadas divinidades. Desde los núcleos más importantes se crearon redes de caminos que comunicaban entre sí los diferentes templos para facilitar las visitas.
En realidad, los templos, más que moradas de los dioses, parecían castillos inexpugnables, pensados como lugar de culto y no como centro de reunión para el pueblo. A la gente corriente sólo se le permitía acceder al patio, espacio inmediato tras la entrada del templo. El templo es la morada del dios, el santuario íntimo que debe permanecer cerrado al mundo externo. La plasmación de esta idea cristaliza en la organización estructural de las diferentes estancias del templo. Los espacios de su interior sufren una progresiva reducción según se avanza hacia el interior, donde se halla lacella. Es el lugar en el que se encuentra la estatua del dios. A esta zona sólo tenían acceso el sumo sacerdote y el faraón.
El acceso al templo

La entrada al templo estaba presidida por dos torres trapezoidales, situadas a ambos lados de la puerta, que simbolizaban los dos acantilados del Nilo. También hacían referencia a las dos montañas que flanqueaban el disco solar, codificadas en escritura jeroglífica como el dios en su horizonte. Sus muros se decoraban con relieves rehundidos. 
Estas torres o pilonos se convirtieron en los elementos más característicos de los templos. Cumplían la función de aislar el santuario y marcar el límite entre el espacio profano y sagrado, constituyendo el umbral simbólico y físico que daba acceso a la morada divina.
Frente a los pilonos, flanqueando la puerta de entrada, estaban los obeliscos, como centinelas que custodiaban el acceso al templo. La forma de los obeliscos, tallados como esbeltos monolitos cuadrangulares y rematados por una pequeña pirámide dorada, el piramidón, tenía un significado simbólico. Los primeros rayos del Sol iluminaban el vértice del piramidón para después irradiar en la tierra, señalando así el lugar divino. 
Tras los pilonos se situaba un patio porticado que podía ser muy variado en la distribución de las columnas, pues éstas se colocaban en dos lados o en los cuatro, formando un claustro. En este caso se combinaban los capiteles en formas campaniformes que representaban un papiro abierto o una flor de loto sin abrir. El patio desembocaba en la sala hipóstila, recinto cerrado cuya techumbre, apoyada en un gran número de columnas, se alzaba a dos alturas diferentes siendo la parte central más elevada que las laterales. El desnivel dejaba libres vanos que permitían la entrada de luz en la sala. No obstante, la iluminación era escasa, estando filtrada por celosías que cubrían parcialmente los vanos. Tras la sala hipóstila (en ocasiones había más de una) se hallaba el verdadero santuario formado por un conjunto de capillas. Las columnas tuvieron un magnífico desarrollo en la construcción adintelada egipcia, eran la evocación estilizada de las plantas que crecían en el rico humus aportado por el río Nilo. Sus fustes simulaban los troncos de las flores o de las palmeras y los capiteles se policromaban con diferentes colores para distinguir hojas y flores. 
El techo, evocación de la bóveda celeste, estaba cuajado de estrellas policromadas en sus puntas con diferentes colores -rojo, amarillo o negro-, según estuviesen situadas en templos o en hipogeos.

Los templos egipcios dedicados a Ra, dios del Sol  
Abu Simbel
Durante la V dinastía los reyes construyeron una serie de santuarios solares con los que legitimar la fundación de la dinastía que respondía, así, a la reinstauración del Sol como dios del mundo, siendo los reyes hijos directos de éste. Durante este período fue además decisiva la influencia de los sacerdotes de la ciudad de Heliópolis, donde predominaba la teología sobre Ra, dios solar.
La construcción del templo de Neuserre, cerca de Abusir, atiende a estos principios. A partir de los restos arquitectónicos se ha podido reconstruir la planta del conjunto del santuario. Constaba de las mismas partes que el grupo funerario de las pirámides: un templo adintelado en el valle, una calzada cubierta que conducía hacia otro pórtico en la zona alta y un recinto rectangular abierto al cielo, donde se elevaba majestuoso un obelisco. Para acceder al obelisco se debía franquear un pasadizo, que conducía a una capilla decorada con estelas. Tras ésta se llegaba a la explanada o patio. El gran patio era la zona principal, destinada al sacrificio de animales. Con esta finalidad el suelo estaba enlosado y provisto de acanaladuras, que conducían la sangre hacia unas pilas de alabastro. El centro estaba ocupado por un altar, también de alabastro, que se completaba con cuatro mesas circulares para las ofrendas. Otra zona del patio, hacia el oeste, estaba destinada a los almacenes situados en hilera.
El obelisco era robusto y estaba colocado sobre una pirámide truncada. De piedra tallada estaba rematado en su punta por el piramidón. De hecho, era el lugar simbólico donde se depositaban los primeros rayos solares al despuntar el día. Los obeliscos han sido interpretados como la continuación de los menhires primitivos. A esta simbología hay que añadir otra ligada al Sol, enunciada por Ernesto Schiaparelli, quien creyó que los obeliscos venían a ser como una prolongación de los rayos solares, concentrados en el vértice del piramidón para repartirse después sobre la tierra y dotar de vida a todos los elementos de la naturaleza.
En el exterior del recinto estaba situada la barca solar, construida con adobe revestido de estuco y pintada con vivos colores. Era el vehículo utilizado por el Sol en su viaje por el firmamento. Las barcas tenían un gran valor simbólico y ocupaban un lugar importante en todos los templos.

Los templos dedicados a Amón en Egipto
Durante el Imperio Nuevo, Tebas se convirtió en el centro político y religioso del imperio, por lo que su tríada de dioses, Amón en primer lugar, junto a su esposa Mut y su hijo Khons, cobraron una importancia excepcional. En consecuencia, el templo de Amón se erigió como el núcleo del que dependía una amplia red de templos situados en sus proximidades, a las afueras de Tebas, como los de Karnak y Luxor, e incluso en zonas más alejadas.

El templo de Karnak
Vista aérea del templo de Karnak
Karnak es un conjunto de construcciones sagradas, levantadas a lo largo de varios siglos por sucesivos faraones. El resultado es un gran número de pilonos, patios, explanadas, puertas, salas, obeliscos, pasadizos, etcétera, rodeado por un muro de adobe de perímetro trapezoidal. El complejo arquitectónico comenzó a incrementar sus edificaciones a partir del siglo XVI a.C. 
El templo de Amón es la construcción principal del recinto de Karnak, que en su núcleo tiene la forma del templo modelo con sus pilonos, vestíbulo, sala hipóstila y santuario. 
A este núcleo se le fueron añadiendo diferentes patios, pilonos, salas hipóstilas y otros templos auxiliares, de manera que el aspecto final es una sucesión de edificios y complejas estructuras arquitectónicas. 
En su zona sur se comunica con el santuario de Mut, diosa de la fertilidad, a través de un camino salpicado de pilonos que conducen al recinto externo, donde se prolonga en una avenida de esfinges. Paralela a esta avenida se inicia otra ruta sagrada que conduce, también en dirección sur, hacia el espectacular templo de Luxor.
Reproducción de la entrada de la gran sala hipóstila del templo de Karnak
Dentro del templo, tras atravesar el primer pilono y un gran patio, se llega al segundo pilono que da paso a la sala hipóstila. Considerada la más emblemática de toda la arquitectura egipcia, fue erigida bajo los auspicios del faraón Ramsés II. 
Esta sala es, en realidad, un colosal conjunto de 134 columnas de grandiosas dimensiones (103 metros de largo y 52 metros de ancho) que conforman un eje axial que divide en dos partes la sala, creando, de este modo, un largo y ancho pasillo procesional. El número y las dimensiones de las columnas crean en el visitante la sensación de penetrar en un denso bosque. 
El efecto está acentuado por la forma de las columnas, cuyos capiteles recuerdan, aunque muy estilizadas, flores de papiros con los pétalos abiertos y cerrados. La policromía, que en la actualidad se ha perdido, contribuía, sin lugar a dudas, al logro de tal efecto. 
Las salas hipóstilas representan simbólicamente la perfección de la ordenación del cosmos y tienen por lo tanto un significado religioso-espiritual. Constituyen, por sí mismas, un verdadero universo formado por la unión de lo terrenal con la esfera de lo celeste, de la naturaleza con lo más sagrado. 

El templo de Luxor

El templo de Luxor, el primer templo modelo del Imperio Nuevo que adoptó un trazado uniforme, fue construido por Amenofis III en el siglo XIV a.C., con aditamentos posteriores de Ramsés II (siglo XIII a.C.). El patio, es la zona que más destaca de todo el conjunto por la belleza de sus columnas de granito. Éstas rodean tres lados del patio en doble hilera con fustes recorridos por canales lobulados, que simbolizan haces de papiros, y con capiteles que representan la flor del papiro cerrada. La exquisitez de estas formas hace que se haya considerado el templo de Luxor el edificio más delicado de la cultura egipcia. Las columnas no parecen reforzar su función como elementos sustentadores, sino que causan la sensación de elevarse hacia el cielo de forma libre, a la búsqueda de lo divino. 

Los templos de Ramses II

El faraón Ramsés II hizo construir dos templos en la zona sur de Egipto, en Nubia, para conmemorar sus hazañas bélicas. El Templo Grande está dedicado a la figura del faraón y el Pequeño se construyó en honor a su consorte Nefertari. Son templos con la misma estructura que los hipogeos, pues los espacios se adentran en la montaña. Sin embargo, no cumplen una función funeraria, sino exclusivamente honorífica y de culto.
El Templo Grande tiene una fachada espectacular, presidida por cuatro estatuas colosales del faraón, de 21 metros de altura. El impacto visual que producen estas figuras sedentes, guardianes del templo, es sobrecogedor. En el interior de la montaña se halla el templo distribuido en diferentes estancias (vestíbulo, sala hipóstila y santuario), que siguen un eje axial. En la primera sala hay ocho grandes estatuas de Osiris adosadas a pilares y otras salas laterales que sirven de almacén. A continuación, y antes del santuario, hay un atrio con cuatro pilastras, que dan paso a la cámara en la que están las estatuas del faraón y del dios Ptah. Durante los dos días equinocciales del año el Sol franquea la puerta del templo e ilumina la estatua del faraón situada en el extremo del santuario. El movimiento del astro materializa, así, la relación simbólica entre el faraón y el dios solar Ra. Éste con sus rayos infiere carácter sacro a la figura faraónica.
En el exterior, cuatro colosos flanquean la puerta de entrada. A los pies del faraón hay una serie de estatuas que representan a la madre e hijos del faraón en tamaño pequeño. La abismal diferencia de proporciones entre las estatuas del faraón y las de sus familiares debe interpretarse como una perspectiva jerárquica. El tamaño colosal del faraón simboliza pues su rango.
El Templo Pequeño fue dedicado a Nefertari, esposa de Ramsés II, y a la diosa Hathor. En la fachada, seis estatuas colosales de diez metros de altura reproducen a la reina, a Ramsés II y a la diosa Hathor en nichos alternos.
Tanto el Templo Grande como el Pequeño tuvieron que ser trasladados al construirse la presa de Asuán para evitar que quedaran sepultados, irreversiblemente, por las aguas.

La arquitectura urbana en el Antiguo Egipto  

El valle del Nilo estuvo muy poblado. Había concentraciones urbanas que se emplazaban a orillas del río y aldeas rurales que animaban los diferentes nomos. Sin embargo, de estas poblaciones no quedan restos, pues el frágil material de adobe no ha resistido el paso del tiempo. Tan sólo quedan algunos ejemplos como El-Lahun -donde vivían los obreros que durante la XII dinastía trabajaron en las construcciones funerarias de Sesostris II y Deyr el-Medina, lugar habitado por los trabajadores de la necrópolis de Tebas. Ambos ejemplos permiten esbozar de forma somera el urbanismo egipcio de este período. 
El poblado de El-Lahun estaba en El Fayum, contaba con una planificación rectangular de calles ortogonales y se encontraba rodeado por un muro. La ciudad delimitaba perfectamente dos zonas separadas por un murete. La zona occidental estaba constituida por una arteria más ancha en sentido norte-sur, con calles perpendiculares en las que se alineaban pequeñas casas de una planta con dos o tres piezas. La zona oriental, mucho más amplia, contaba con casas espaciosas de dos pisos, que debían pertenecer a funcionarios, y una calle principal amplia en sentido este-oeste. 
Deyr el-Medina se encontraba a la altura de Tebas, en la otra orilla del Nilo. Se construyó durante la XVIII dinastía para los obreros del Valle de los Reyes. La ciudad se amplió varias veces, por lo que los muros que rodeaban el núcleo originario, trapezoidal, quedaron circundados por barrios adyacentes con casas amplias. El centro contaba con una calle principal y calles transversales. Las casas eran de planta rectangular con habitaciones contiguas y terraza plana en el piso superior. Las ventanas y puertas eran de piedra.
La ciudad de Akhenatón (actual Amarna) es la única capital imperial de la que se puede dar cuenta. Estaba situada en la orilla occidental del Nilo, entre el río y una cordillera montañosa. En el centro se alzaban el palacio, el templo y las casas nobles. En sus alrededores había casas de distinta condición, sin un plan urbano muy estructurado. 
La ciudad se organizaba en tres sectores delimitados por arterias perpendiculares al río. Las casas de la población de estatus elevado contaban con dos sectores separados, uno destinado a la vivienda noble y otro para los servicios, donde había la cocina, los graneros, los establos y los almacenes. 
La vivienda tenía dos pisos. En el inferior un vestíbulo daba acceso a una sala de recepciones, que estaba rodeada de habitaciones y contaba con sala de baño. En el piso superior se encontraban las habitaciones reservadas a la familia. La casa tenía también jardín con estanque y pozo.
En las proximidades de la zona oriental de la ciudad se encontraba el barrio de trabajadores con una clara planificación ortogonal.

  La estatuaria egipcia

La abundancia de estatuas en tumbas y templos responde a necesidades rituales. La función de las estatuas se deriva de la necesidad de que la imagen ayude al espíritu del difunto a volver a la vida. Son el receptáculo de la energía vital del difunto, el ka, y garantizan la otra vida en el caso de que el cuerpo material desaparezca o se descomponga. Las estatuas no son, pues, una simple copia de la persona desaparecida. Mientras exista la estatua del difunto, pequeña o grande, la vida del modelo se prolongará en su imagen. El ka podía viajar por el transmundo, pero necesitaba de una forma concreta real para seguir viviendo, cuando regresase de sus viajes. La cabeza es la parte más importante de la figura, pues sirve para indicar al alma del difunto el lugar donde debe depositarse. Sin embargo, no existe retrato, tal y como nosotros lo entendemos, esto es, como fiel reproducción de los rasgos del representado. Elserdab era la cámara oculta, adyacente a la cámara mortuoria, reservada para la estatua-soporte del ka. Se preservaba con el fin de protegerla ante contingencias externas que pudiesen destruirla. Las estatuas también se colocaban en los templos para facilitar al difunto el disfrute y participación en los rituales vivificadores, por eso elserdab tenía una pequeña abertura a la altura de los ojos de la estatua, que permitía la observación de las ceremonias desde la antecámara. Así se explica la proliferación de esculturas de un mismo personaje en las diferentes dependencias sepulcrales, pues cada una de estas representaciones debía cumplir con ritos funerarios diversos que exigían su presencia.
Muchas de estas estatuas quedaban ocultas a los ojos de la gente, ya que no fueron pensadas para ser contempladas. Ahora bien, para cumplir con su destino sacro era condición indispensable la máxima perfección en la factura de la obra. La adecuación entre forma y función es el principio básico de toda la estatuaria egipcia. Para conseguir la integración de estos fines se fijaron unas normas que debían respetarse con absoluta fidelidad en todos los talleres de escultura. Esto explica, claramente, el carácter normativo del arte egipcio.

El poder de la palabra
Esfinge de granito del Segundo Periodo Intermedio (Museo Egipcio, El Cairo)

La palabra queda inmortalizada por medio de la escritura. Ésta posee carácter divino, es un legado de los dioses. Las palabras poseen mana que es la condición sobrenatural que permite, a través de la lectura, que el difunto pueda hablar, esto es, participar de la vida. De ahí que en la estatuaria egipcia no se conciba el retrato como copia mimética de la realidad. Lo que individualiza, lo que define un retrato como tal, es la palabra, es el nombre inscrito en la misma escultura. La identificación de la persona se produce, pues, precisamente mediante el epigrama y no a través de la adecuación de las formas.

Los códigos de representación en la estatuaria egipcia  

Desde los inicios de la estatuaria quedaron definidas las convenciones que regirían la representación. Estas normas se consideraban universales y se prolongaron en el tiempo sin apenas modificaciones. 
Independientemente de su escala, desde las grandes estatuas colosales a las pequeñas figuras votivas, todas responden a las mismas leyes de representación. Éstas pueden reducirse a dos: la ley de frontalidad -las estatuas se construyen para ser vistas desde un punto de vista frontal- y la ley de simetría axial -un eje vertical divide a la figura en dos partes iguales-. Las estatuas representan los rasgos esenciales de las figuras sin detenerse en puntos de vista distorsionadores, como podría ser un escorzo. La ley de frontalidad exige la máxima claridad, no se narra ninguna historia y la figura representada es atemporal. 
Los escultores egipcios no iniciaban su labor trabajando directamente los bloques de piedra. Previamente, preparaban las masas pétreas en prismas regulares y sobre cada una de sus caras trazaban una cuadrícula que les servía de guía para la realización de la figura. Ésta se dibujaba sobre dos lados del bloque, de frente y de perfil, aplicando medidas exactas según un canon. La composición de la figura se convertía así en la conjunción de dos planos imaginarios principales: uno vertical y otro horizontal. A partir de estos dos planos perpendiculares se articulaban los volúmenes de las figuras. Pese a encuadrarse dentro de unas leyes de representación rígidas, las formas escultóricas están dotadas de una cierta gracia y encanto.

Figura sedente de Tuthmosis I (Museo Egipcio de Turín, Italia)
Materiales empleados en la escultura egipcia  

El gusto egipcio por los materiales perennes responde a la necesidad de que no se destruya la estatua del difunto con el paso del tiempo. La piedra fue el material preferido ya que su dureza garantiza la perdurabilidad a través del tiempo. Por otra parte, la abundancia de piedra en Egipto facilitó el gran desarrollo de la estatuaria en este tipo de material. Las canteras de Tura, cerca de Gizeh, y las de Asuán, al sur, abastecieron continuamente los talleres de escultura.
Las piedras utilizadas habitualmente fueron caliza, esquisto, diorita, pizarra, basalto, granito rojo (empleado en sarcófagos), obsidiana y pórfido.
La utilización de la madera y el metal fue menos frecuente. La madera se solía emplear en las estatuas que acompañaban a las de piedra, mientras que el oro, abundante en los depósitos aluviales del río, se utilizó con profusión en la decoración de los sarcófagos. 
La madera y la piedra caliza se policromaban, aplicando el color sobre una capa de estuco que facilitaba la adherencia de la pintura. En algunas estatuas se incrustaba en las órbitas oculares ojos de vidrio. Para conseguir mayor realismo la oquedad interior se recubría, previamente, con láminas de cobre. Ello acentuaba la sensación de viveza.

Modelos y géneros escultóricos en Egipto: la representación del faraón

Convencionalmente hay dos tipologías para la representación de personajes de rango divino: sedente o de pie. En el modelo de estatua sedente la figura se articula en ángulos rectos formando un todo con los dos planos del bloque, uno vertical y otro horizontal. 
Los brazos se apoyan sobre los muslos o están cruzados sobre el pecho, sin espacios vacíos entre los miembros y el tronco. 
Las piernas se disponen en paralelo, con los pies desnudos, dejando a menudo material pétreo entre ellas. La simetría de las masas volumétricas es absoluta. Impera pues la simplificación de las formas con una auténtica regularidad geométrica. El esquema de composición es el mismo para todas las esculturas sedentes. El asiento se convierte en un plano abstracto, unido al cuerpo, lo que da rigidez a la figura. Se anula, así, cualquier referencia añadida a ella, a excepción de inscripciones jeroglíficas, que proporcionan datos sobre el personaje representado. Escapan a estas normas los escribas, quienes se representan sentados en el suelo con los brazos y las piernas algo despegados del resto del cuerpo, pero conservando la simetría axial.
Tutmosis III
En las representaciones de faraones y personas de rango social elevado los personajes parecen atemporales. Los códigos escultóricos siguen además una estricta aplicación de la policromía: el marrón rojizo para el hombre y el amarillo pálido para la mujer. Los reyes aparecen representados con una serie de atributos que los caracteriza. 
Normalmente los monarcas muestran el torso desnudo, visten una falda plisada y presentan la cabeza cubierta por la doble corona del Bajo y Alto Egipto.
Una de las estatuas que resume magníficamente el arquetipo escultórico de modelo sedente pertenece al rey Kefren de la IV dinastía, de quien se han hallado numerosas representaciones en diferentes materiales pétreos. La figura del rey está protegida por las alas del dios Horus. Éste, en su forma de halcón, abraza con sus alas -desde la espalda-la cabeza del rey, en actitud de imposición del hálito divino. El rey se consideraba el descendiente directo de Horus, el dios halcón hijo a su vez de Osiris. El cuerpo forma un bloque unido al trono con los brazos sin despegarse del torso. En bajorrelieve están grabadas las flores del Alto y Bajo Egipto. 
En el modelo de los personajes representados de pie, el cuerpo permanece erguido con un reparto equitativo del volumen a ambos lados del eje. Generalmente, los brazos están pegados a lo largo del tronco con los puños cerrados y el pie izquierdo adelantado, en actitud de marcha. La estatua doble de Nimaatsed (Museo Egipcio, El Cairo), de la V dinastía, es un excelente ejemplo de esta tipología. Representa por duplicado al sacerdote Nimaatsed en piedra caliza policromada. Ambas figuras comparten el bloque de piedra que sirve de pedestal y de fondo, siendo en verdad una repetición de la misma figura en estricta simetría. La aplicación del color detalla algunas características del personaje, como el fino bigote.

Representaciones escultóricas de personajes secundarios en Egipto.

Las personas que no tienen un rango divino, como funcionarios y sirvientes, están plasmados con mayor realismo. Aparece, así, la escultura de género que representa oficios o tipos concretos de personas, como los escribas y los grupos familiares. En realidad, la escultura se refiere siempre a tipologías que encuadran las diferentes categorías sociales y no a individualidades concretas. 
Son paradigmáticas las figuras femeninas de sirvientas, realizadas en caliza policromada de tamaño variado como el de La molinera (Museo Egipcio, El Cairo), perteneciente a la V dinastía. La sirvienta está arrodillada con un rodillo entre las manos que utiliza como molino plano. La figura capta una acción y rompe por completo los esquemas mencionados anteriormente. 
Grupo escultórico del enano Seneb y su familia, V dinastía
El hecho de que se represente una persona perteneciente a un rango social inferior permite plasmar una escena llena de vida y temporal. Desaparece, pues, la rigidez y el carácter monumental. Otra figura, La cervecera (Museo Egipcio, El Cairo), perteneciente también a la V dinastía, aparece representada de pie con el torso inclinado sobre un gran recipiente para prensar la cebada. Son frecuentes, así mismo, los grupos familiares, en particular la pareja de esposos, que pueden permanecer de pie o sentados, aunque lo más común es que el hombre permanezca sentado y la mujer de pie. A menudo, ambas figuras se cogen con las manos por la cintura. 
La representación de niños no es tan habitual, aunque también aparecen en escenas familiares, sobre todo durante el período de la reforma religiosa del faraón Amenofis IV, quien introdujo importantes modificaciones en los temas y las normas escultóricas. 
Uno de estos grupos familiares es el del enano Seneb, de la VI dinastía. La pareja aparece sentada. Los dos hijos de menor tamaño están delante, unidos a la pared pétrea, en la zona que hubieran ocupado las piernas del padre de no tratarse de un enano. Las diferentes expresiones, de tono grave en el rostro de Seneb, de dulzura en la mujer y de graciosa timidez en los niños, otorgan al conjunto un encanto indiscutible.
Hay un tipo de esculturas que sin llegar a ser exentas, casi son de bulto redondo. Se trata de estatuas-relieve que se encuentran integradas en los muros de las mastabas e hipogeos formando parte de la propia arquitectura. Las tipologías son las mismas, sedentes o de pie; inicialmente estaban policromadas. En estos casos, la piedra se cubría con una capa de estuco sobre la que, posteriormente, se aplicaba la pintura.

La belleza juvenil como símbolo de eternidad en la escultura egipcia

El cuerpo humano joven es armonioso y, también, símbolo de vida y a la vez de eternidad. Por este motivo, las esculturas de las tumbas representan siempre un modelo joven. 
Tríada de Micerino (Museo Egipcio de El Cairo)
El grado de idealización de las figuras es proporcional al rango que éstas ocupan en la escala social. Cuanto mayor sea la jerarquía del personaje representado más fidelidad se observará hacia las normas. De ahí el que se encarne el esplendor corporal. Los cuerpos de los faraones son, por lo tanto, fuertes y bien proporcionados y presentan además una armonía de formas que expresan el vigor juvenil. 
La idea de juventud aparece magníficamente representada en la Tríada del rey Micerino (Museo Egipcio, El Cairo), dechado de belleza y perfección en piedra granítica. El rey, que está representado de pie, avanza un poco para destacarse de las otras figuras femeninas que le flanquean y que quedan en un plano posterior. Las tres figuras son paradigmas de juventud y hermosura, especialmente los cuerpos femeninos que están dotados de una sensualidad extraordinaria. Las formas se modulan insinuando los volúmenes rotundos que hay bajo la transparencia del vestido. Las figuras parecen avanzar en perfecto orden desde el plano del fondo. La simetría ordena la representación en su conjunto y en cada una de sus unidades.

La escultura egipcia en el Imperio Antiguo

Durante las primeras dinastías (época tinita) la estatuaria todavía no estaba plenamente definida ni codificada. Se crearon ya, sin embargo, figuras que preludiaban las características de la estatuaria egipcia clásica.
Los materiales más empleados son el marfil, la madera y también el barro esmaltado, que son elementos más mórbidos que la piedra, lo que permite ejecutar formas más atrevidas.
Los tipos que aparecen con mayor frecuencia son desnudos femeninos. Tratados con sutileza, tienen las piernas juntas y los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Destaca el triángulo púbico fuertemente inciso, característico símbolo de la fertilidad. Las pequeñas figuras masculinas representan a hombres de pie, con los brazos adheridos a lo largo del cuerpo y un cinturón fálico como única prenda (Ashmolean Museum, Oxford). Por último, las figuras que representan prisioneros arrodillados y atados pueden ser independientes del soporte al que se adscriben. 
Son esculturas de bulto redondo. También pueden estar incorporadas a algún mueble u otros objetos como parte de la decoración. 
Las figuras de animales alcanzan una ejecución mucho más audaz que la figura humana, prolongando la tradición prehistórica en la que el animal era representado con asombrosa perfección y verosimilitud. Son graciosas figuritas realizadas en piedra o en otros materiales (cerámica, marfil) que reproducen animales -simios, hipopótamos o leones. Algunos de estos animales presentan actitudes amenazadoras con fauces abiertas, pero la mayoría adoptan posturas graves y tranquilas. Este tipo de representación se fue repitiendo a lo largo de las distintas dinastías, pues la manera de plasmar la naturaleza y de establecer relación con ella fue una constante en la cultura egipcia.

Las primeras representaciones del faraón

Una de las primeras piezas escultóricas reales, perteneciente a la época tinita, es una diminuta figura de marfil portadora de la corona del Alto Egipto, que representa al faraón en actitud de marcha. En el mismo período surgen ya los prototipos sedentes y de pie, tallados en piedra caliza, en los que casi no hay separación entre la cabeza y los hombros. Generalmente, los dos pies suelen estar juntos. Si uno de ellos aparece adelantado, entonces ambos quedan unidos por restos de materia pétrea. Al principio, las estatuas sedentes poseían rasgos majestuosos y muy expresivos, lo que origina en el espectador una profunda impresión. Con el tiempo, se produjo una progresiva atenuación de estos rasgos, hasta plasmar la total serenidad que caracteriza los rostros de las estatuas egipcias. A partir de la estatua del rey Djoser, procedente del serdab del complejo funerario de Saqqarah (Museo Egipcio, El Cairo), quedan plenamente establecidos los códigos formales que regirán la escultura egipcia. 
Es la primera escultura de tamaño natural en la que cristaliza la intención de la búsqueda de solemnidad. Ésta se expresa a través de la simplicidad de las formas. Se establece el modelo ideal en posición sedente. La figura forma entonces un todo en unión con los dos planos que le sirven de soporte, uno en la base de los pies y otro en el tronco-respaldo. Las extremidades inferiores están unidas, los brazos descansan uno con la mano extendida sobre los muslos y el otro con el puño cerrado pegado al pecho. La cabeza, con el tocado real y la barba ceremonial, tiene un rostro de rasgos regulares, una expresión inmutable, animada por ojos vítreos. Se puede decir que es uno de los primeros intentos del arte egipcio por dominar el estilo de la representación humana.

La estatua del rey Kefren

Una estatua emblemática de Kefren, faraón de la IV dinastía, única por sus colosales dimensiones (20 m de altura), es la esfinge que se encuentra en el complejo funerario de Gizeh. Se trata de la figura de un león agazapado con la cabeza del rey. Está excavada en la montaña, aprovechando la forma original de roca caliza, de manera que el cuerpo queda integrado en la planicie del desierto, al mismo nivel, y lo único que sobresale por encima es la cabeza. El rostro idealizado de Chefren muestra el tocado real y la barba ceremonial que personifican la figura poderosa del león. La estatua gigantesca mira hacia el este, el lugar por donde nace el dios Sol y con quien se identifica al rey. La esfinge simboliza, por lo tanto, el concepto de rey como divinidad. Es también el protector de la tierra -rechaza los malos espíritus-, erigiéndose en guardián permanente de la necrópolis de los monarcas. 

Grupos familiares y escribas

Dentro de la uniformidad del arte egipcio se da una variedad de figuras, manifiesta en las diferentes combinaciones de grupos de dos, tres o más personajes. Entre los grupos familiares, en una mastaba de Meidum se hallaron figuras sedentes en piedra caliza, que representan a un matrimonio noble, los esposos Rahotep y Nofret. Los cuerpos forman un bloque compacto con los pedestales y asientos en los que las figuras aparecen labradas como un altorrelieve. Tal como es característico de la escultura, los representados no se independizan del bloque de piedra; más bien parecen surgir de él. Ambas figuras están pintadas con los habituales códigos cromáticos, el marrón para la piel masculina y el amarillo o rosado para la femenina. Los volúmenes se han simplificado al máximo para no detenerse en detalles superfluos que desviarían la atención de aquello que se considera importante. 
Los escribas sentados son representaciones escultóricas que plasman un gran realismo. Sin duda, dos de los más importantes son los escribas que datan de la V dinastía. Uno de ellos se encuentra depositado en el Museo del Louvre de París y otro en el Museo Egipcio de El Cairo.
Escriba
La administración egipcia estuvo muy bien organizada desde sus comienzos y los cargos de funcionarios dedicados a la administración eran numerosos. Entre los oficios más reconocidos se encontraba el de escriba. 
La persona que desempeñaba este cargo debía saber escribir y dibujar al mismo tiempo, lo que suponía un altísimo grado de especialización y reconocimiento social. En las esculturas se representa a los escribas sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y con la manos ocupadas por una hoja de papiro y el estilo para dibujar. Son estatuas de piedra caliza policromada, con los brazos despegados del tronco y una expresión de recogida concentración y serenidad. Se ha conseguido una viveza inquietante en la mirada, gracias a la incrustación de vidrio en los ojos.
En el conjunto de estatuas del Imperio Antiguo, tanto de faraones como de personas sin rango, las posturas tranquilas y las actitudes sin tensión muscular alcanzan un realismo sobrio en el estilo y en la expresión de los rostros, de un modelado generalmente suave. La escultura de la V dinastía, conocida como Escriba sentado, que se conserva en el Museo del Louvre de París, fue descubierta en 1850 por el arqueólogo Mariette, en una tumba de Saqqarah. Representa al administrador Kai, del que aparece otro retrato en la misma tumba. La escultura, que mide 53,5 centímetros, impresiona por la profunda concentración que plasma. El rostro esboza una misteriosa sonrisa y muestra una intensa mirada, que se acentúa debido a la incrustación de piedra dura. Es la representación de un intelectual, cuya mano derecha está presta a escribir. Probablemente, esta escultura era el doble del difunto y estaba destinada a asegurarle la inmortalidad. 
Las estatuas en madera de funcionarios de la corte ejemplarizan otra tendencia escultórica en la que se permite la individualización de la figura. Por tratarse de personas sin rango noble, podían representarse sin plasmar la clásica rigidez que caracterizaba las representaciones de faraones o de personajes de la familia real.
Kaaper
Además, técnicamente el trabajo de la madera es muy distinto del de la piedra. La madera permitía trabajar las distintas partes de la escultura por separado, para unirlas posteriormente. De ahí el que este tipo de esculturas tuviesen un carácter menos severo. Una de las más conocidas es la estatua de Sheikh-el-Beled, conocida popularmente como «el alcalde de la aldea». Representa a un hombre maduro, de pie y sujetando con un brazo una vara de sicomoro. Los ojos de vidrio acentúan aún más el realismo de la figura y plasman los logros de esta particular tendencia escultórica.

La escultura egipcia en el Imperio Medio  

En este período no hay una unidad estilística estricta, sino que se aprecian diferentes tendencias que optan por diversas soluciones expresivas. En el norte, en la zona del Delta, se desarrolla un gusto hacia las formas clásicas e idealizadas, derivadas del Imperio Antiguo, en las que se exalta la nobleza y serenidad de las figuras. Las estatuas sedentes de Sesostris I son representativas de esta tendencia; se trata de figuras de piedra caliza que muestran un rostro juvenil. 
Un poco más hacia el sur, en Menfis, se opta por un mayor realismo; y en la zona de la capital tebana, en el sur del país, se tiende a sintetizar ambas tendencias con preferencia a mostrar la expresión del rostro, mientras el cuerpo permanece fiel a la normativa del Imperio Antiguo, impasible y ajeno a cualquier rasgo temporal. Las esculturas de los reyes se prodigan y se encuentran no sólo en las construcciones funerarias, donde habían permanecido ocultas durante el Imperio Antiguo, sino también en el interior de los templos y en el exterior de las edificaciones, al aire libre.

Egipto: cambios en el arte de los imperios Antiguo y Medio 

Respecto al período Antiguo, en el Imperio Medio se observan importantes cambios artísticos. La expresión invariable del rostro con la mirada perdida en el infinito, que caracterizaba a los reyes, se ha transformado en un ademán melancólico que abandona el hieratismo intemporal. Los rostros de Sesostris III y Amenemhet III expresan dichos estados de ánimo. 
Tal como se aprecia en el rostro de Sesostris III, de granito rosado y que se conserva en el Metropolitan Museum de Nueva York, la mirada ha perdido la nitidez y absoluta firmeza que caracterizaba los rostros de los soberanos de antaño. Los párpados se agrandan y caen, el ceño se frunce. Quizás los rostros expresan los cambios que se han producido en las creencias religiosas. En este momento se ha perdido la garantía que ofrecía un destino inmortal y una vida terrena optimista, bajo la protección del dios Ra. Además, el vínculo entre el rey, hijo de Horus, y su pueblo ha cambiado. A partir de este momento la autoridad se afirma a través de acciones, como las conquistas de otros territorios, y no sólo por mediación de lo divino. Este espíritu de preocupación por lo temporal es el que reflejan algunos rostros de faraones. Se realizan también esculturas del rey que reproducen diferentes momentos de su vida, como se puede observar en algunas estatuas de Sesostris III (Museo Egipcio, El Cairo). En ellas se mantiene el porte majestuoso que caracteriza al soberano, pero su rostro plasma el paso de los años. En otras figuras el semblante del monarca muestra pesadumbre y denota también la preocupación por las contingencias de la existencia. 
Sesostris III
Durante el Imperio Medio proliferan las esculturas llamadas «esfinges». Son figuras que representan un cuerpo de león recostado y un rostro humano. Desde el Imperio Antiguo, con la gran Esfinge de Gizeh, la escultura de forma animal se había individualizado al representar el rostro del faraón simbolizando el poder divino. Desde entonces no se repite la hazaña escultórica en grandes dimensiones pero la tradición se prolonga y este período aporta algunas variantes formales. La actitud de la figura es de una gran serenidad y las formas son sobrias, definidas por líneas puras que modulan robustos volúmenes. La esfinge de Amenemhet II en granito rosa (Museo del Louvre, París) es un ejemplo magnífico. El tocado ceremonial sustituye la melena del león y resalta aún más el rostro de suave modelado, en contraste con los planos geométricos que le rodean. Cuatro esfinges de Amenemhet III, en granito negro, muestran una variante formal que modela unas crines de león muy estilizadas, con orejas que sobresalen de la cabeza. El rostro del faraón permanece ensimismado en su majestuosidad. 

Pequeñas tallas para las escenas cotidianas

Durante el Imperio Antiguo se inició un género nuevo en estatuaria menor que proliferó, extraordinariamente, a lo largo de todo el Imperio Medio. Son pequeñas tallas, entre 20-30 centímetros, labradas en madera y policromadas, que representan sirvientes realizando sus labores. Se trataba de estatuillas destinadas a las tumbas y consistían en modelos reducidos, a modo de maquetas, de las diferentes situaciones y actividades que se desarrollaban en la vida cotidiana. Así, es posible encontrar pequeños escenarios en los que se reproducen trabajos cotidianos como los de ganadería. Se representan panaderos, hombres realizando la cerveza, mujeres transportando cestas, campesinos arando o mujeres haciendo faenas domésticas. Algunas escenas llegan incluso a representar hogares enteros. Las figurillas formaban parte del ajuar funerario para garantizar al difunto los servicios imprescindibles durante la vida en el más allá. Así, en el caso de que el difunto hubiese sido un militar, se depositaba todo un ejército de soldados en su sepultura.

La escultura egipcia en el Imperio Nuevo

Sesostris III
Los colosos más conocidos se encuentran en Tebas, llamados desde la época griega Los colosos de Memnón. Formaban parte del templo de Amenofis III, pero, los sucesores del faraón deshicieron el templo y han quedado aislados como un par de titanes solitarios en medio del paisaje. Representan a Amenofis III sentado en el trono. A los lados de las piernas hay pequeñas esculturas de figuras femeninas, que representan a la esposa y madre del faraón.
Los cuatro colosos que flanquean la entrada en elspeo de Ramsés II en Abu Simbel (en la frontera con Nubia) están tallados en la pared rocosa. Constituyen una fachada gigantesca de veinte metros de altura, en la que el faraón sedente custodia la entrada.

La estatuaria exenta

La estatuaria exenta tiene fundamentalmente la misma tipología que en el período anterior, aunque participa de influencias asiáticas, visibles en el gusto por el detalle y la minuciosidad con que están tratados los ropajes y demás atuendos. Las aportaciones orientales no modifican, sin embargo, la adecuación de las esculturas a las necesidades arquitectónicas de grandes dimensiones. Quedan pocos ejemplares de la XVIII dinastía, anteriores al reinado de la reina Hatshepsut. Es a partir de entonces cuando las aportaciones orientales se manifiestan plenamente incorporadas a la escultura, en equilibrio, sin embargo, con la estética egipcia. Las estatuas sedentes de los faraones se multiplican en los templos, con los rostros serenos e imperturbables que les otorga la eternidad, abandonando las tendencias más realistas de períodos anteriores. 
De la reina Hatshepsut hay numerosas estatuas procedentes del hipogeo de Deir el-Bahari. Entre las más hermosas se encuentra la que se conserva en el Metropolitan Museum de Nueva York, realizada en mármol blanco. En ella se aprecia el cuerpo femenino sin disimulo, con volúmenes muy simplificados en planos geométricos y un rostro de suaves formas que acentúa un cuidadoso pulimento de la piedra. 
De su sucesor Tuthmosis III, uno de los faraones más guerreros, se conserva una escultura -de pie- en basalto verde (Museo Egipcio, El Cairo), que presenta rasgos muy similares a los de la reina, con un rostro esbozado por una leve sonrisa. El cuerpo, joven y atlético, responde plenamente al arquetipo ideal.

Las denominadas «estatuas-cubo»

Durante este período se prodigará una nueva tipología llamada «estatua-cubo» por su similitud formal con esta estructura geométrica. Este tipo escultórico representa una figura sentada con las rodillas levantadas y cubierta totalmente por un manto, del que sobresalen tan sólo la cabeza, las manos y los pies. La cabeza es la única parte del cuerpo realmente tallada con detalle, pues manos y pies quedan subsumidos, en la mayoría de los casos, en el bloque de piedra. La postura, que permite sintetizar el cuerpo en un simple cubo, ofrece una gran superficie destinada al soporte de escritura. Este tipo de esculturas estaban destinadas a los templos, con autorización real para ser depositadas en los claustros y salas hipóstilas como adoración perpetua a los dioses. Tal es el caso de la estatua de Sennefer, compañero de armas de Tuthmosis III, realizada en granito gris y que se conserva en el Museo Británico de Londres. El perfecto pulido de la superficie resalta el grabado jeroglífico, que cubre el pedestal y el manto; en él constan los cargos civiles y militares que ostenta el representado. Otro tipo de «estatua-cubo» incorpora un niño en brazos, como la representación de Senenmut, arquitecto y favorito de la reina Hatshepsut. 
Otras estatuas, semejantes al modelo «cubo», son variantes que presentan los brazos pegados al cuerpo y las manos sobre las piernas. Éstas aparecen cubiertas por un faldón liso, donde hay inscripciones. Destacan las estatuas del intendente de obras de Amenofis III, Amenhotep, quien aparece representado en diversas etapas de su vida: como escriba joven, con la expresión reflexiva, o convertido en un anciano de aspecto ensimismado. En ambos casos hay inscripciones que narran su vida.

Abu Simbel
Variación del canon: la reforma de Tell-el-Amarna

Amenofis IV emprendió una reforma sobre la ortodoxia religiosa que sacudió los cimientos del panteón egipcio. En una declaración de monoteísmo sin precedentes, el faraón se adjudicó el epíteto de Akhenatón, prodigando toda su fe hacia Atón, el disco solar, la fuerza que infunde vida a la Tierra. Abandonó el culto a los demás dioses y propuso la búsqueda de la verdad. Estos nuevos ideales se reflejaron inmediatamente en el arte. Akhenatón trasladó la capital al norte de Tebas y fundó la ciudad de Tell-el-Amarna, donde estableció el centro de culto a Atón. Allí se abrieron talleres artesanos en los que se plasmó la nueva iconografía. El canon no se modificó radicalmente. Se introdujeron una serie de cambios que acentuaban la expresividad en el rostro, apartándose así del modelo de «eterna juventud». Akhenatón levantó en Karnak un templo solar (actualmente desaparecido) en el que había un pórtico rodeado de pilares con estatuas que lo representaban. De este conjunto de estatuas colosales se conservan veintiocho ejemplares, repartidas entre el Museo Egipcio de El Cairo y el Museo del Louvre de París. El rostro del faraón se alarga y el cráneo adquiere una deformación ovoide. Los ojos son oblicuos y almendrados, los labios sumamente carnosos. El cuello presenta una exagerada esbeltez y el pecho queda hundido. La línea de la pelvis se rebaja de manera que el vientre cae pesado sobre ella. Las extremidades, brazos y piernas, delgadas en comparación con el torso, dan sensación de fragilidad. El resultado es una figura que desprende una aureola mística, extrañamente deforme y de aspecto más humano que las estatuas de épocas anteriores.

El busto de la reina Nefertiti

Las exigencias del nuevo estilo se mantuvieron también en la estatuaria de los altos dignatarios. Los principales rasgos conservados fueron la longitud del cuello y la deformidad craneana. Estas dos características han distinguido también uno de los bustos más conocidos y alabados de toda la escultura egipcia, el de la reina Nefertiti. 
Este busto de la consorte de Akhenatón es un retrato en piedra caliza policromada con incrustaciones de vidrio en los ojos. Los rasgos elegantes de su cuello de cisne, admirablemente esbelto, todavía se acentúan más con la tiara azul que corona la cabeza. Los rasgos sensuales de labios, pómulos, mentón y nariz confieren al rostro una belleza sumamente estilizada.
En este período la escultura afirma con rotundidad la sensualidad del cuerpo femenino. La voluptuosidad se manifiesta sin ningún tipo de recato bajo el fino tejido transparente que cubre el cuerpo.
Tras la muerte de Akhenatón se reinstauró el culto a Amón, aunque algunos de los nuevos matices introducidos por su doctrina se mantuvieron vigentes tal como se aprecia en la tumba de su sucesor, Tutankhamón. En ésta se han encontrado numerosos objetos que responden todavía al estilo de Amarna. Entre ellos destacan una serie de cuatro estatuillas en madera policromada. Se trata de diosas guardianas de las vísceras del difunto, cubiertas con túnicas ceñidas al cuerpo que dejan entrever las formas femeninas. 
Curiosamente estas estatuas tienen la cabeza vuelta hacia un lado, en señal de solicitar respeto, actitud que se aparta de la estricta ley de frontalidad de la escultura egipcia.

La escultura egipcia después del Imperio Nuevo 

Después del Imperio Nuevo se mantuvo la tradición académica con la tipología de formas conocidas y recuperadas del Imperio Antiguo. Desde la época presaíta se intentó representar la individualidad, como se aprecia en el busto de Mentuemhat, conservado en el Museo Egipcio de El Cairo. Ello significó una definitiva ruptura con el arquetipo de eterna juventud. La expresión de esta nueva búsqueda tiene su más directo reflejo en la representación del rostro. Se generaliza la tendencia hacia el retrato fiel al modelo natural y es frecuente plasmar rostros que muestran el paso del tiempo.
Los retratos están realizados sobre piedras duras como el basalto o esquisto, con superficies perfectamente pulimentadas que hacen resaltar el detalle. El reto consiste en labrar la dura piedra, hasta conseguir el reflejo minucioso de la personalidad. El material resistente condiciona la ejecución de las piezas y obliga a una pureza de líneas que tiene en estos retratos sus mejores logros. Esta tipología no incorporará influencias formales griegas o romanas.

Estatuas de bronce

Por otro lado, el perfeccionamiento en el trabajo del metal dio lugar a la producción de estatuas en bronce, que alcanzaron grandes dimensiones, y son lo más significativo de las últimas dinastías. Los tipos son los mismos que en la escultura en piedra y las formas acusan cierta rigidez atendiendo a la tradición. No obstante, en el trabajo del metal los artistas hacen uso de una mayor libertad y las figuras se presentan realmente exentas, apoyadas sobre una peana, sin otros puntos de apoyo. Los brazos se despegan del cuerpo y las piernas se encuentran separadas. Todo ello proporciona a las estatuas una mayor ligereza, dotándolas de una cierta gracia. La superficie metálica se enriquece con cincelado e incrustaciones de oro y plata, con la técnica del damasquinado. Entre las estatuas más representativas podemos citar, la de la reina Karomama de la XXII dinastía (siglo IX a.C.) que está representada de pie con los brazos levantados, en los que originalmente portaba los sistros de la diosa Hathor. El cuerpo está cubierto por una túnica damasquinada muy ajustada y el rostro hermoso y sereno se encuentra suavemente modelado. En el período saíta proliferó el culto hacia el animal y con él la producción de estatuillas zoomorfas en bronce, fundidas en hueco. Se realizaban en serie, por lo que todas son muy similares, presentando únicamente pequeñas variaciones ornamentales. Destacan los gatos, de suave modelado, procedentes de la necrópolis animal del Delta, en Bubastis, cuya diosa local era la gata Bastet. Solían decorarse con incrustaciones de piedras preciosas. De la gran escultura en bronce cabría destacar una representación de Isis amamantando a Horus, que se conserva en el Museo Egipcio de El Cairo.

Características generales de la pintura y el relieve en Egipto

En el antiguo Egipto la finalidad de la pintura y el relieve era perpetuar la existencia del difunto en el más allá. No existía, por lo tanto, un interés propiamente artístico. Por ese motivo, el arte egipcio no evoca paisajes ni transmite sentimientos o emociones. Tanto en pintura como en relieve hay dos principios básicos que se plasman en todas las representaciones: la regularidad geométrica y la observación de la naturaleza. Para trabajar, el artista sigue un modelo, un método con reglas rígidas. Los temas son siempre los mismos. 
Por otra parte, las virtudes mágicas de la imagen y la escritura dependían en gran medida de la calidad de los signos, de ahí el especial cuidado con el que están realizados, siendo sus cualidades gráficas tan importantes como el contenido que sus formas encierran. En la pintura, la imagen y la palabra conviven y las escenas siempre van acompañadas de jeroglíficos que aclaran el significado de la representación. La conjugación formal entre pintura y escritura es perfecta. El grafismo se potencia hasta tal punto que pintura y relieve parecen un gran jeroglífico en el que conviven en armonía los pictogramas y las figuras. Este efecto se halla potenciado por el uso de registros superpuestos, a modo de bandas narrativas sobre un fondo neutro. 

Los códigos en la representación de la figura humana

En la figura humana lo importante es que cada una de las partes del cuerpo se pueda distinguir perfectamente. Así, para plasmar un ojo habrá que representarlo del modo que sea más fácilmente reconocible. Un ojo pintado de perfil aparecería distorsionado, así que debe mostrarse de frente. Sin embargo, una cabeza es totalmente identificable de perfil porque, además, incorpora de forma clara y nítida la idea de nariz y boca. La figura humana se representa, pues, conjugando los diferentes puntos de vista. El resultado es una figura que incluye, indistintamente, rasgos de perfil y de frente: la cabeza aparece de perfil con el ojo de frente; la parte superior del tronco (hombros y tórax) de frente, pero con el pecho y los brazos de perfil; la pelvis girada en tres cuartos; las piernas y los pies de perfil. 
Además, ambos pies dejan ver en primer plano el dedo gordo y ambas manos muestran siempre el pulgar. Lo que da coherencia a la figura y unifica en un todo los diferentes puntos de vista es la continuidad de la silueta, gracias al contorno. El perfil normativo, el más usual, es el derecho; pero también se utiliza el izquierdo. 
Para establecer la proporción de las escenas pintadas los antiguos egipcios trazaban sobre la pared una retícula y sobre ésta se distribuían las figuras con sus correspondientes medidas. 
El punto de partida era la figura humana de pie, que se solía representar siguiendo las medidas fijas de un canon ideal. La unidad de medida era alguna parte del brazo o de la mano (habitualmente se trataba del puño o del codo), cuyas medidas se correspondían con los cuadrados de la retícula en una clara relación de equivalencia. 
El canon antiguo de la figura era de dieciocho cuadrados (cuatro codos mayores) mientras que el canon nuevo, desde la época saíta (siglos VII-VI a.C.), pasó a ser de veintiún cuadrados, por lo que la figura se estilizó. 

El estereotipo de juventud y belleza: la jerarquización simbólica

La representación figurativa es atemporal, lo que significa que no se representan sentimientos ni acciones. La imagen, por lo tanto, debe considerarse el conjuro que apela a la eternidad. La idealización de las figuras está en relación directa a su posición social. El rey se representa con los atributos correspondientes a su estatus. Su cuerpo plasma la eterna juventud. El hieratismo y el aspecto de imperturbable atemporalidad será proporcional al rango representado. Así, a mayor rango social más hieratismo. No se trata de un retrato convencional, en realidad lo que se representa es la función social de un determinado personaje, para lo cual es necesario reproducir también los elementos que simbolizan sus atributos. Las figuras reproducidas deben, por lo tanto, ser inequívocamente reconocibles. Así es como éstas se convierten en arquetipos: el faraón, el escriba, el artesano, etcétera. La representación queda pues resumida en unas categorías típicas que se repiten a lo largo de toda la historia del arte egipcio. El rango de las figuras representadas determina su escala, de modo que el tamaño es mayor en función de la jerarquía social. Así, en una batalla el faraón puede parecer un gigante al lado de representaciones de soldados o enemigos. Las dimensiones de las figuras están en función de la importancia del personaje y nada tienen que ver con una relación de profundidad espacial. Se trata, en realidad, de una «perspectiva jerárquica». 
Estas reglas se aplican con mayor rigor en el caso de personajes de alto rango social. Las capas sociales inferiores (artesanos, campesinos, sirvientes) se representan con todo tipo de detalles, desempeñando las tareas propias de su oficio. Se observa entonces un trazo más suelto y un mayor grado de libertad formal y compositiva. Son, por lo tanto, figuras más reales, no sólo por la mirada, sino también por sus gestos y posturas dinámicas. Desaparece, pues, el respeto que impone lo sagrado.

La representación animal

En contraste con la representación humana, en la del animal se utilizan todos los recursos expresivos disponibles con objeto de llegar al máximo naturalismo. Los animales aparecen primorosamente detallados, su cuerpo está dotado de una vivacidad que contrasta con la rigidez de los cuerpos humanos. El pintor se desentiende un poco de la convención e imprime trazos sueltos. La aplicación del color está llena de matices. Este contraste entre las representaciones humanas y animales se mantiene a lo largo de toda la historia del arte egipcio.

La concepción del espacio y la composición

En la pintura egipcia no hay virtualidad espacial, las figuras son planas y se inscriben en una superficie que no enmascara este aspecto formal. Sin embargo, deben haber todos los elementos indispensables para que la naturaleza volumétrica de lo representado sea descifrable. La realidad tridimensional, por otra parte, está traducida a una serie de convenciones precisas que se mantuvieron a lo largo de los treinta siglos de historia de esta civilización. Cuando se quiere representar figuras en profundidad éstas se superponen unas a otras. En una pintura, procedente de la tumba de Nebamun (Museo Británico, Londres), un rebaño de bueyes está dispuesto en fila horizontal, lo que debe interpretarse en clave de profundidad. Para proporcionar esta sensación se ha repetido la imagen del animal escalonadamente, en sentido horizontal, una fórmula que da a entender que las figuras están unas detrás de otras. En otras ocasiones el sentido del escalonamiento es vertical, como se puede observar en la estela de Mentueser (V dinastía, tumba de Abydos), en la que los alimentos de la mesa de ofrendas se representan formando una gran montaña. 

Bandas horizontales y registros

En pinturas y relieves las imágenes se disponen distribuidas en bandas horizontales, separadas por líneas. Estas composiciones, construidas en registros superpuestos, normalmente dejaban un espacio central para una escena de mayor importancia. La representación estratificada refleja unos hábitos propios de la cultura agraria. Se reproducen por lo tanto los terrenos acotados para los cultivos con precisión y exactitud. 
Esto se ve reflejado en las composiciones pictóricas que siguen, prácticamente siempre, una rigurosa organización mediante la división de la superficie plástica en bandas horizontales, sobre las que se sitúan las imágenes. 
El espacio queda reducido a dos dimensiones esquematizadas y geométricas. Dentro de cada una de las bandas las diferentes figuras y elementos también se organizan en sucesión, sin que exista una relación entre ellos.
Los fondos generalmente no son figurativos, es decir, no existe una reconstrucción escenográfica en la que se desarrolla la acción. Tampoco hay una concreción temporal. La única excepción es la escena simbólica del viaje del alma, la escena de los pantanos, en la que aparece un paisaje con pájaros, flores de loto y cañaverales.

Uso simbólico del color

En el arte egipcio el color se aplicaba a la arquitectura, a los relieves murales, a la estatuaria, a los sarcófagos, a los papiros y a los complementos decorativos. En los exteriores, la gama cromática estaba dominada por los colores puros que se avivaban con la incidencia del sol, mientras, en los interiores, se utilizaban medias tintas, aunque sin gradaciones tonales dentro de una misma imagen. En ambos casos la pintura se aplicaba de forma plana. 
El uso del color responde a una programación establecida a priori. Cada uno de los colores posee una simbología concreta. Es decir, los colores son portadores de valores que representan la esencia de las cosas, van más allá de su apariencia externa y, por lo tanto, de su función decorativa. De igual forma, la generalización de piedras preciosas y metales como el oro, siempre tuvo una finalidad simbólica que nada tenía que ver con un valor de cambio. Su utilización respondía, pues, al poder de evocación de la piedra y también a las cualidades y virtudes que se asociaban a sus colores y reflejos luminosos. El fenómeno de la inundación anual de Egipto, como ya se ha dicho, lo producían las lluvias del África Central que alimentaban las dos ramas del río, el Nilo Blanco, que tenía su origen en el lago Alberto (en el límite entre el Zaire y Uganda), y el Nilo Azul, que procedía de Abisinia (Etiopía). Las dos ramas del río se unían a la altura de Jartum (Sudán) y discurrían conjuntamente hasta la desembocadura.
A mediados del mes de julio se desbordaban las aguas. Este fenómeno estaba precedido por las crecidas del Nilo Blanco, teñido de verde por los papiros que el agua arrastraba a su paso por las grandes extensiones cenagosas. A esta etapa le sucedía otra, en la que el agua se enrojecía debido a los aluviones ferruginosos. Tras la retirada de las aguas, la tierra quedaba fertilizada por la acumulación de depósitos de limo. 
Probablemente, fue la observación de estos cambios cromáticos de las aguas del río, la que permitió establecer las primeras significaciones del color en la pintura egipcia.
Así, el verde era expresión de esperanza de vida, el color del papiro tierno que teñía las aguas del río antes de las inundaciones. Era el color que anunciaba el renacimiento de la vegetación, la juventud. Por eso Osiris, el dios de los muertos, siguiendo esta simbología, se representaba en verde. 
El negro simboliza la tierra negra, generosa y portadora del limo nutritivo, era el kemy, la muerte, por lo que era el color de la conservación inmutable y de la vuelta a la vida después de la muerte. El rojo era el color del mal, de la tierra desértica y estéril. Los animales representados con este color (asnos, perros) se consideraban demonios dañinos. Además, las palabras que traían malos presagios se escribían en tinta roja. Por eso Seth, el hermano fratricida de Osiris, se representaba en rojo. El rojo intenso podía simbolizar también la sangre y la vida.
Escenas campesinas pintadas en las paredes de la capilla funeraria del escriba Un-Su (Museo del Louvre, París)
El blanco es sinónimo de la luz del alba, señal de triunfo y alegría. Este color se aplicaba a la corona del Alto Egipto (sur del país) y se representaba como una corona alta sobre las sienes, con la forma de la flor blanca del loto.
El amarillo intenso era la eternidad, la carne de los dioses que no perecía; de ahí la profusión de oro aplicado a las artes y a todo tipo de soporte. 
El azul, diferenciado en dos tonalidades, variaba de significado. La más oscura, la del lapislázuli, simbolizaba el cabello de las divinidades. El azul turquesa era el agua purificadora, el color del mar y la promesa de una existencia nueva. 
A la figura humana, por supuesto, también se le asignaban unos colores concretos. La mujer se representa con la piel pintada en amarillo pálido o rosa, mientras que al hombre se le aplicaba el rojizo oscuro o marrón.
El color neutro, que se aplica a los fondos, evita cualquier contingencia que incluya referencias a cambios de luz o de tonalidad en las escenas. 
El tono del fondo varía en los diferentes períodos. Del grisáceo característico del Imperio Antiguo se pasa al blanco luminoso en el Imperio Nuevo y, posteriormente, al ocre.

Pintura procedente de la tumba del escriba Najt (Tebas) que recoge el prensado de la uva
Las técnicas pictóricas egipcias

En el arte egipcio los relieves ocupaban las superficies arquitectónicas de piedra y las de madera. En la ejecución de los relieves se alisaba primero el muro sobre el que se iba a trabajar (estucándolo si era necesario), para obtener la mayor uniformidad posible. Al cubrir las hiladas de piedra con una capa de estuco, la superficie de representación se ampliaba. Este espacio permitía la representación de una escena triunfal en la que se destacaba la figura del faraón. A continuación, sobre la superficie, se dibujaban las siluetas en trazos rojos, para proseguir con el finísimo trabajo de buril que debía rebajar el contorno de las figuras. Se emplearon alternativamente dos tipos de relieves (bajorrelieve y relieve rehundido), realizados con técnicas diferentes y con los cuales se obtenían sutiles matices expresivos. En el bajorrelieve se procedía a eliminar materia de la pared rocosa o de la madera para resaltar la figura del fondo en un suave modelado. 
En el relieve rehundido se actuaba sobre la pared para dejar grabado el dibujo sobre la piedra. Una vez se había dibujado el contorno, se extraía la materia sobrante socavándolo, para ello se utilizó una técnica de cincel, que dejaba el surco en ángulo recto. Con este sistema las siluetas de las figuras quedan hundidas por debajo del plano que sirve de fondo y la captación de luz es tal, que siempre hay una zona iluminada y otra en sombra. La zona que recibe la luz directamente dibuja un filamento luminoso que contrasta con la sombra negra del contorno. Así, la figura parece recorrida por un doble perfil, blanco y negro, que en los muros exteriores, incluso con el sol más cegador, permite distinguir perfectamente las siluetas.
No había relieves sin pintar, aunque las obras que contemplamos en la actualidad han perdido por completo su primigenio colorido. 
Las pinturas se realizaban con la técnica del temple usando, indistintamente, como aglutinante del pigmento clara de huevo o una disolución de agua con resina o goma arábiga. Los pigmentos estaban preparados con sustancias naturales como el ocre, del que se obtenía el rojo y el amarillo, la malaquita, para el verde, el carbón para el negro, el yeso para el blanco y un compuesto de cobre, sílice y calcio para el azul.
En el enlucido se utilizaba una mezcla fangosa a la que se le añadía paja para darle mayor consistencia, que solía colorearse en amarillo, gris o blanco. Tras preparar la pared, se trazaba el contorno de la figura en rojo y después se rellenaba en colores planos, en una gama que comprendía el negro, azul, rojo, verde, amarillo y blanco.
La buena conservación de las pinturas se debe a que han estado protegidas en el interior de las tumbas, lejos de cualquier agente exterior perjudicial. Además, el clima seco de la zona ha favorecido su conservación. Sin embargo, los pigmentos que cubrían los relieves exteriores en los paramentos de los templos se han perdido, ya que la acción constante de los agentes atmosféricos los ha deteriorado completamente.

Sarcófago. XXII Dinastía
La pintura y el relieve egipcios en el Imperio Antiguo

Las primeras manifestaciones pictóricas que se conocen del arte egipcio son fragmentarias y apenas sirven para reconstruir su utilización, sin embargo, la pintura disfrutó desde el comienzo de la cultura egipcia de gran protagonismo decorativo, no limitándose tan sólo a cubrir muros, sino que se aplicó sobre todo tipo de soportes, como cerámica, telas o papiro. 
La primera pintura mural que se conserva procede de una cámara funeraria del IV milenio a.C., situada en Hieracómpolis, en el Alto Egipto. En ella se representan animales, hombres y también barcos formando una compleja composición de figuras yuxtapuestas, que no presentan una dirección espacial concreta. La pintura que se ha recuperado del Imperio Antiguo es escasa y no permite una visión panorámica del desarrollo de este arte durante las primeras dinastías, sin embargo, debieron realizarse numerosas escenas para decorar las paredes de las tumbas. 
A partir de la III dinastía se unifican los modelos en la representación plástica y las diferentes soluciones que se habían ensayado se uniformizan en un estilo ya maduro, que será característico en todo el país. El relieve pintado adquiere carácter monumental, insertado en los muros de las mastabas y en el primer gran complejo funerario del rey Djoser. Pinturas y relieves crean el entorno para acompañar al difunto en su tumba. El relieve alcanza una gran precisión, incluso en las siluetas minúsculas de los jeroglíficos. 
Una estela en relieve de época temprana, perteneciente a la I dinastía tinita, se adelanta a la consecución de los logros formales que, más tarde, serían de uso corriente. 
Se trata de la Estela de Uady, que representa al dios Horus sobre el jeroglífico del rey serpiente. Por primera vez se crean estelas que representan el nombre de un rey a escala monumental. Con un fino modelado, el ideograma sintetiza las figuras de ambos animales: el halcón dominando la estructura del palacio, en cuyo interior está enmarcada la serpiente. La precisión de la técnica y la armonía de la composición lo convierten en uno de los relieves más emblemáticos del arte egipcio. 
Otros paneles más tardíos, procedentes de la tumba de Hesire, en Saqqarah, de la III dinastía, están tallados en madera con un cincelado tan minucioso en cada uno de sus elementos, que demuestran el vigor que alcanzó esta técnica en manos de artesanos egipcios.

Detallismo pictórico: una atenta observación de la realidad
Estela de Merneptah (Museo Egipcio de El Cairo)

En las primeras pinturas murales se aplica una gama de pigmentos reducida (marrones, negros, blancos, rojos y verdes), mezclada con una habilidad tal que proporciona gran variedad de matices, como muestra una pintura procedente de una mastaba de Meidum (Las ocas, Museo Egipcio, El Cairo), perteneciente a Nefermaat, alto dignatario de la IV dinastía. La representación muestra una caza de pájaros con trampa. Sobre un fondo rosáceo-gris, las ocas del Nilo campean libremente. Los cuerpos de las ocas están representados en su perfil característico con gran detalle. La minuciosidad de cada una de las plumas revela una fidelidad al modelo original que sólo puede haber sido captado mediante una atenta observación del natural. A los tonos blancos y negros se incorpora el color en una gama de rojos, amarronados y verdes. 
Otros fragmentos, con representaciones de pájaros y cocodrilos de la tumba de Metheth de la VI dinastía, en Saqqarah (Museo del Louvre, París), muestran las figuras captadas con unos cuantos y significativos rasgos esenciales y con una gran seguridad y madurez de trazo. En comparación con el animal, la representación de la figura humana está limitada por la rigidez del canon, que no es tan estricto en los personajes secundarios o considerados de clase social inferior, tales como criados, artesanos y campesinos. Estas figuras adquieren mayor vivacidad, no sólo en la mirada sino también por el dinamismo de los gestos y las posturas. Se representa a estos personajes trabajando (escenas de las tumbas de la IV y V dinastías). Las figuras de leñadores, pastores y campesinos son muy expresivas. Sin embargo, cuando las mismas figuras son portadoras de ofrendas, como en el caso de la tumba de Ank-Ma-Hor, en Saqqarah, plasman una mayor contención y rigidez.
Una de las escenas habituales en las mastabas es la caza en las aguas pantanosas. La tumba del funcionario Ti, en la necrópolis de Saqqarah, de la V dinastía, ofrece algunas de las más hermosas secuencias en bajorrelieve. Destaca una de gran tamaño en que aparece representado sobre su barca, mientras sus siervos acosan con lanzas a los hipopótamos del río. La geometría domina cada uno de los elementos, enmarcándolos en un orden riguroso de líneas verticales y horizontales: el fondo está compuesto por una gran pantalla de tallos de papiros de perfil triangular; la línea horizontal que contiene la masa de agua dibuja en su interior líneas en zigzag. Incluso los nidos de los pájaros se distribuyen en perfecto orden en la parte superior de la escena.

La pintura y el relieve en el Imperio Medio egipcio
Bajorrelieve procedente de la mastaba de Ti, en Saqqarah

Durante este período la decoración de las tumbas privadas otorgó mayor protagonismo a las figurillas en bulto redondo que representan los diferentes oficios, dejando en un segundo plano el relieve y la pintura mural. No obstante, en las tumbas rupestres de Beni Hasan hay magníficos conjuntos pictóricos, entre los que aparecen representadas tribus semíticas. En ellas se describe detalladamente las indumentarias, creando frisos como el de las mujeres de la tumba de Knemhotep. Con el desarrollo de la arquitectura, el relieve adquiere importancia en la decoración de los templos, mostrando una estructuración y orden que no presentó durante el Imperio Antiguo. Desde el reinado de Sesostris I queda constancia de la aplicación de la técnica del relieve rehundido, inscrito en los muros sagrados. El relieve policromado se utilizó habitualmente en la decoración de sarcófagos, plasmando diversas secuencias en el desarrollo de una acción, como muestra el sarcófago de Kawit (Museo Egipcio, El Cairo), realizado en piedra caliza. En una escena se está ordeñando una vaca y en la contigua la leche es degustada por la sacerdotisa Kawit mientras su sirvienta la acicala. Es uno de los ejemplares más exquisitos de relieve rehundido. En él los contornos de la cabellera, hombros y brazos están tallados con mayor profundidad que los detalles del cuerpo. Las figuras femeninas, sumamente esbeltas, reflejan el gusto elegante con un canon estilizado de líneas alargadas. Siguiendo ésta estilización, las figuras de la tumba de Djehuty-Hetep representan un serie rítmica de figuras femeninas que aspiran la flor de loto, ataviadas con túnicas que se ciñen al cuerpo. La producción de estatuas exentas, destinadas a la antecámara funeraria, disminuyó, sustituyéndose entonces por estelas en relieve de piedra o madera. Continuando la tradición del Imperio Antiguo, el motivo de la representación es siempre el mismo: el difunto ante la mesa de las ofrendas con su consorte o familiares, como se aprecia en la estela de Mentuhotep. La composición está ordenada en cuatro registros de diferente tamaño. El mayor pertenece a la escena que representa al difunto ante la mesa de ofrendas bajo el jeroglífico que inscribe la fórmula ritual.

La observación de la naturaleza

La decoración pictórica en las tumbas rupestres presenta escenas más complejas y dotadas de mayor dinamismo que en épocas anteriores. La escena de caza del pantano es una de las más importantes y está muy representada en numerosas tumbas siguiendo el mismo esquema. En una de las tumbas nobles de la XI dinastía se escenifica el momento en que el alma del difunto lucha contra las fuerzas demoníacas encarnadas en animales. La composición muestra al noble en tres momentos diferentes de la caza, destacando el contraste entre la representación preciosista de los animales y la severidad de las figuras humanas. La observación de la naturaleza se despliega con todo lujo de detalles en peces y aves. Los pájaros (representados con gran realismo) están dispuestos uno al lado del otro sobre un arbusto, como si cada ejemplar estuviese ocupando un primer plano. Entre ellos no existe una relación de conjunto, son figuras yuxtapuestas y ordenadas, que obligan al observador a detenerse ante cada una para contemplarlas, pues una visión global no es posible. La composición reproduce, con gran verosimilitud, la normativa de la representación egipcia con el predominio absoluto del orden y la claridad de lo representado. Las inscripciones que aparecen en la composición documentan los títulos del difunto. 
Unos epigramas completan las aclaraciones sobre la escena, detallando las oraciones y los días en los que se deben llevar los presentes a la tumba.

La pintura y el relieve egipcios en el Imperio Nuevo

Los bajorrelieves del hipogeo de Hatshepsut, en Deir-el-Bahari, destacan sobre todo por su temática que nada tiene que ver con la representación triunfal guerrera de los soberanos. La reina Hatshepsut llevó a cabo una política pacifista, por lo que no aparece la temática bélica en estas obras. Situadas en la segunda terraza del hipogeo, reflejan los intercambios comerciales con el país de Punt, un territorio mítico situado en el sudeste de Egipto, al que partieron expediciones en busca de hierbas aromáticas, ébano, pieles y otros productos. El regreso a Egipto está representado en diferentes frisos, entre los que destaca el inferior, con una composición que está organizada en una serie de figuras, casi idénticas, que se suceden una al lado de la otra, portando ramas de incienso. En el friso superior los barcos navegan con los estandartes reales. En el mismo hipogeo, en el santuario dedicado a la diosa Hathor (ésta aparece representada por un vaca con el disco solar entre los cuernos), hay otros hermosos bajorrelieves. 
Uno de ellos representa la diosa, majestuosa en su barca sagrada, bajo un dosel. En la pared opuesta, Hatshepsut aparece pintada como un muchacho que se amamanta de las ubres de la diosa.

La pintura durante la XVIII dinastía

Durante la XVIII dinastía, en el período que abarca del reinado del faraón Tuthmosis I al de Amenofis III, la pintura adquiere una soltura y riqueza expresiva extraordinaria. No en vano la construcción de la necrópolis de la nobleza, en las proximidades de Tebas, es paralela a la costumbre, iniciada por los faraones en el Imperio Medio, de construir sus moradas eternas en las profundidades del Valle de los Reyes y en el Valle de las Reinas. Efectivamente, la proliferación de tumbas permite el desarrollo de la pintura sobre las paredes y los techos, revocadas con estuco, para uniformizar las irregularidades y conseguir, así, una total adherencia del pigmento.
En las cámaras funerarias de los nobles, la pintura se convierte casi en un arte autónomo, en el que se ponen a prueba todos los recursos acumulados por la tradición. Es en estas tumbas de particulares donde se manifiesta una voluntad de libertad expresiva que refleja el gusto por el lujo y las fiestas; destaca también la representación del cuerpo femenino. El contacto con los pueblos asiáticos introduce, además, nuevos elementos, como el interés por el detalle y la afición por las formas más ornamentadas. 
Las formas se van estilizando y aumenta la impresión de movimiento de los cuerpos, que son también más gráciles. En la tumba de Djeserkasereneb hay una escena que representa a unas criadas que acicalan a una invitada para el banquete festivo. En la composición destaca el gesto natural del cuerpo inclinado de la sirvienta y la ofrenda de collares. 
Los colores se han enriquecido sutilmente. Ya no se extiende el pigmento en una capa plana opaca, sino que las medias tintas crean gradaciones tonales suaves, dejando paso a zonas translúcidas. El detalle invade la representación con minuciosidad descriptiva en vestidos y peinados, pudiéndose apreciar incluso las trenzas. 
La abundancia de pinturas constata que el virtuosismo de las representaciones y la mayor libertad expresiva depende siempre del tema y de la habilidad del pintor, ya que no todas las tumbas muestran los mismos logros. Hay pinturas que revelan mucha más destreza en la ejecución, como las de la tumba de Nakht, en las que las figuras femeninas gozan de un ágil y suelto esbozo, tal como se aprecia en un fragmento que representa un grupo de músicos femeninos. En el cuerpo desnudo de una de las jóvenes se expresa el movimiento, acentuado por la dirección de la cabeza, que se dirige en sentido contrario y que está indicado incluso por las líneas «vibrantes» de las trenzas del cabello. El dinamismo de la figura sorprende, ya que las otras figuras tienen una actitud estática. Se introducen nuevos temas procedentes de las ceremonias funerarias. Se representa, así, la preparación de los objetos que constituyen el ajuar funerario, la travesía en barca con el difunto, la despedida del difunto y las plañideras -grupos de mujeres que acompañaban el cortejo fúnebre, llorando desconsoladamente-. En la tumba de Ramose, uno de estos grupos está representado con túnicas azuladas, recorridas por líneas sinuosas en sentido longitudinal, lo que produce sensación de temblor y acentúa la expresión de dolor de los cuerpos. Las plañideras, profundamente compungidas, alzan sus brazos al cielo en señal de implorar a los dioses, mientras sus rostros muestran gruesas lágrimas. Las decoraciones en las tumbas de los faraones en el Valle de los Reyes no reflejan la misma libertad expresiva que se pone de manifiesto en las tumbas de la nobleza. Los temas son más herméticos, de carácter religioso y astronómico. 
En la tumba del faraón Horemheb, último de la XVIII dinastía, las figuras de las divinidades, de gran tamaño, desfilan con la rigidez de las formas antiguas. La policromía en tintas planas de vivos colores y la exuberancia ornamental cubre totalmente muros y techo. 
En la tumba de Sethi I (XIX dinastía) las constelaciones recorren el techo de la cámara sepulcral bajo el cuerpo protector de la diosa Nut. 

La reforma de Amarna: una nueva representación en el arte
Detalle del sarcófago de Kawit, hallado en Deir-el-Bahari (Tebas)

La reforma religiosa impuesta por Amenofis IV acentúa la utilización de recursos expresivos aplicados, sobre todo, en la representación de la realeza. El esquema convencional de la figura (frente, perfil) se mantiene, introduciendo modificaciones visibles en el canon. En la pintura que representa a la pareja Akhenatón y Nefertiti con sus seis hijas (Ashmolean Museum, Oxford), las figuras tienen los cráneos ovalados, los labios carnosos y no están representados estrictamente de perfil. En la barbilla y el cuello aparecen pliegues, al igual que la zona del vientre, que ya no es lisa sino abultada. Los músculos de las piernas han ganado volumen. 
La gama cromática adquiere unas tonalidades radicalmente novedosas en esta escena de tonos rojos que se extienden sobre el fondo y las figuras. Las tintas no son absolutamente planas, el pigmento se intensifica en determinadas zonas como las mejillas, para expresar volumen en degradación tonal. 
La posición de las figuras abandona el hieratismo, sobre todo en dos de las princesas que juguetean sentadas sobre unos cojines. El gusto por el detalle se mantiene en la decoración del fondo, con la descripción de los dibujos geométricos y también de las joyas. 
La naturaleza también recibe especial atención en los muros del palacio de la reina Nefertiti, en Tell-el-Amarna. Se representan jardines repletos de plantas y hay un estanque, en el que revolotean múltiples pájaros. Estas escenas muestran además un vivo cromatismo y un dibujo suelto. Los pájaros se representan volando libremente. La supremacía del dios Atón hace que el faraón parezca en estas pinturas más humano. Tanto es así que la familia real fue pintada en los momentos más íntimos de su vida cotidiana. Ambos consortes fueron, por lo tanto, reproducidos mostrando sus vínculos afectivos y sentimentales. El tono intimista que caracteriza a estas representaciones nunca había sido plasmado con anterioridad. 
Perspectiva axonométrica de la tumba de la reina Nefertari

Las escenas de luchas

En los templos, construidos para la gloria de las divinidades, se introducen también escenas de exaltación de la realeza. Se incorporan composiciones de carácter histórico en las que se relatan los acontecimientos importantes como el recibimiento de cortes extranjeras y las hazañas heroicas de los faraones en lucha contra extranjeros. El arte se hace eco de la seguridad y el orgullo del país. El tema del faraón en carro de combate guiado por caballos es muy frecuente a partir de la XVIII dinastía -el carro fue introducido por los hicsos-.
Los faraones tutmósidas convierten los templos en colosales «pantallas» en las que se inscriben grandes relieves para reafirmar el papel tutelar del rey. En el templo de Amón, en Karnak, un gran relieve representa a Tuthmosis III aniquilando a sus enemigos, con un gesto similar al que aparecía en la paleta de Narmer de la I dinastía. El faraón se manifiesta imponente frente a las huestes enemigas, representadas en reducidas dimensiones, mientras la escritura jeroglífica corrobora el número de prisioneros y el botín conseguido. La escena se repetirá sucesivamente, representando a los faraones en sus campañas de conquista.
Escena de la tumba de Nebamón, en Tebas (Museo Británico, Londres)
Más tarde, Ramsés II se encargará de utilizar todas las superficies posibles en paramentos y fustes de columnas para dejar constancia de sus triunfos bélicos o cacerías. En relieves como el de la sala hipóstila del templo de Luxor, Ramsés II hizo representar la batalla de Kadesh contra los hititas. Fue la primera gran composición.
En el templo de Medinet Habu se representa a Ramsés III en carro durante una cacería. El canon se ha estilizado y sorprende la abundancia y precisión del detalle en los pliegues de la indumentaria, la vegetación y los caballos, cuyas crines están delineadas con minuciosidad. Estos pormenores recargan excesivamente la composición, pero el dinamismo conseguido debe interpretarse como un gran logro artístico.

La pintura y el relieve en Egipto después del Imperio Nuevo  

Durante este largo período de tiempo se mantuvieron las tradiciones del Imperio Nuevo sin llegar a crearse talleres con una impronta propia. La influencia de los talleres tebanos se mantuvo con todo el peso de un pasado glorioso, emulando constantemente los modelos anteriores. Sólo durante la XXV dinastía, en el período saíta, se manifestó el deseo de restituir el antiguo arte egipcio con un espíritu de renovación. En las artes figurativas el relieve rehundido tuvo una de sus mejores manifestaciones, reutilizando las técnicas del Imperio Nuevo, con un carácter verdaderamente original. Los sarcófagos saítas están labrados en bloques de piedra dura maciza, con escenas cinceladas por un trazo suave que les proporciona una sutileza inigualable, tal como se aprecia en el sarcófago del sacerdote Tao (Museo del Louvre, París).
La aplicación del relieve rehundido a las superficies arquitectónicas volvería a alcanzar gran belleza y depuración en los templos ptolemaicos de Edfú, Filae y Denderah.

Las artes decorativas en el antiguo Egipto

Detalle de las pinturas de la tumba de Nefertari
El arte egipcio se interesaba por la perfección de la forma en cualquiera de sus manifestaciones. Los objetos de culto y de uso cotidiano se adaptaron pues a las funciones a las que estaban destinados. Estéticamente se otorgaba primacía a la calidad del material y a la simplicidad de las formas. El valor del objeto era mayor con una ornamentación adecuada, que, en el refinado gusto egipcio, fue preferentemente zoomorfa.
Durante el Imperio Nuevo se produjo una gran profusión decorativa. Para la previsión de materiales Egipto creó una red de intercambio comercial y de suministro permanente con otras regiones. Así, la madera se importaba de Biblos (Fenicia); las minas del Sinaí proporcionaban cobre y turquesas; el lapislázuli era transportado desde Mesopotamia. El oro, en cambio, se extraía del limo del Nilo. Cuando se agotó, se importó desde Nubia. El intercambio de minerales obedecía también a su carácter mágico. En la civilización egipcia fue además habitual el tráfico e intercambio de fetiches, amuletos y demás piedras preciosas, destinados a conferir fuerza y protección a su portador.
La riqueza era una salvaguarda de la inmortalidad y acompañaba a los difuntos en la otra vida; de ahí el que los difuntos se enterrasen con objetos materiales de todo tipo, desde muebles hasta pequeños peines o joyas. El hallazgo de la tumba del faraón Tutankhamón, de la XVIII dinastía, a principios de siglo XX sorprendió por la extraordinaria abundancia de oro que cubría estatuas, muebles y múltiples enseres. Es el ajuar funerario más completo de cuantos se han hallado y es una muestra del refinamiento y el gusto exquisito con que los poderosos preparaban su última morada, espejo de la vida real. 
Los objetos de tocador, paletas de afeites, espátulas y píxides, estaban bellamente decorados con piezas zoomorfas y antropomorfas, talladas en madera o marfil. Numerosas cucharas de afeites, como La nadadora (Museo del Louvre, París) combinan figura humana y animal en una adaptación perfecta de forma y función. En este caso el cuerpo de una joven se convierte en mango y el plumaje de un pato se abre para contener el recipiente de ungüentos.


La orfebrería egipcia  

Cuchara de afeite llamada La Nadadora (Museo del Louvre, París)
El oro es el metal cuyas características naturales -maleabilidad, brillo e inalterabilidad- se ajustan mejor a las exigencias de la orfebrería egipcia. Este metal se empleó con verdadera profusión, tanto en orfebrería como aplicado en chapados sobre madera, piedra u otros materiales. Era el símbolo de la carne divina, el color de la eternidad. Con él se cubrían las máscaras de las momias y los sarcófagos de madera. En el Imperio Nuevo, el pago tributario de las zonas conquistadas prodigó el uso del oro para todo tipo de adornos y piezas de orfebrería. Menos profuso fue el uso de la plata y el cobre. 
Las joyas (anillos, pendientes, collares o brazaletes) fueron ornamento sin distinción de sexo, que tenía formas caprichosas. Se han conservado ejemplares desde el Imperio Antiguo. Cabe mencionar las cuentas de collar -en barro cocido vidriado y en oro-; o los brazaletes de la tumba de Heteferes, que presentan delicadas formas de mariposas e incrustaciones de lapislázuli, jaspe y también turquesas. 
En el Imperio Medio se llega a la máxima perfección y elegancia de las piezas de orfebrería. Destacan las diademas de la princesa Khemet, formadas por finísimos hilos de oro que configuran motivos florales con incrustaciones de lapislázuli, turquesa y cornalina. En esta época se instauró la moda de un cuello con hombreras, ideado en un principio para protegerse del Sol. 
Posteriormente, se convirtió en complemento de la indumentaria y en signo distintivo de estatus social. Se compone de anillos concéntricos de metal y cuero entrelazados entre sí con numerosas piedras preciosas. Los más bellos ejemplos pertenecieron a Sesostris I y Sesostris III. En la tumba de Tutankhamón se halló un hermoso ejemplar, en forma de escarabajo alado, en oro y lapislázuli. 
Durante el Imperio Nuevo el gusto por las formas recargadas desarrolló la filigrana que se aplicó a la ornamentación de inspiración asiática, con abundante incrustación de piedras de luminosos colores hechas con pasta de vidrio. Los anillos y brazaletes de Ramsés II, con figurillas zoomorfas de bulto redondo, son unos de los mejores ejemplares.
Las técnicas en el tratamiento del metal para la producción de vasijas y otros objetos fueron muy elaboradas. Se aplicó, con gran maestría, tanto el cincelado como la taracea, la incrustación y la filigrana. La cabeza de Horus en oro y obsidiana (Museo Egipcio, El Cairo) procedente de Hieracómpolis, de la VI dinastía, es uno de los más refinados trabajos de orfebrería, equiparable además a una pieza de escultura.

Cerámica y objetos de vidrio en el antiguo Egipto

Desde la época predinástica se emplearon materiales duros para la creación de vasos, cuencos y jarras. Se trabajó el basalto, la diorita y la obsidiana. También se utilizaba el alabastro, más mórbido y con cualidades translúcidas, que proporciona una especial delicadeza a las formas. Una de las piezas más significativas es la gran copa de alabastro (Museo Egipcio, El Cairo), procedente de la tumba de Tutankhamón, que tiene forma de cáliz.
El vidrio coloreado comenzó a producirse desde el Imperio Medio, empleándose para los recipientes libatorios y las vasijas. Las piezas más características son copas de tonos azules con decoración figurativa de aves y plantas en líneas negras. Los vasos con formas de flor de loto y de granada tienen una gama cromática más variada, pues se incorporó la técnica de soldadura de varillas vítreas de diferentes tonos. 
La cerámica vidriada se empleó para la realización de colgantes y amuletos, así como recipientes y ladrillos, que se utilizaban como revestimiento de paramentos interiores. Una de las cámaras subterráneas del complejo funerario de Djoser (III dinastía) está decorada con azulejos de color azul y su forma imita un entramado de cañas.

La importancia del mobiliario en Egipto  

El mobiliario pequeño en madera era abundante en las casas y en las salas de recepciones de los palacios. Se empleaban materiales de gran calidad y riqueza. El ébano era una de las maderas más apreciadas por los egipcios. Importada del Sudán, se combinaba con incrustaciones de marfil, vidrio y pedrería. Otras maderas, como el cedro, el ciprés y el pino, procedían de Siria y el Líbano.
El mobiliario era muy variado. Había sillones con respaldo y sillas de tijera. También se fabricaron arcones, cajas y armarios. El mobiliario hallado en las tumbas tenía un carácter ceremonial, por lo que debió ser más suntuoso que el de uso corriente. Los montantes y patas de todos los muebles estaban decorados con formas animales reproduciendo garras y cabezas, sobre todo de toro y león. Los respaldos altos de los sillones estaban también decorados con grabados en metal repujado (oro, plata y cobre), en cuero y con incrustaciones de piedras preciosas reproduciendo escenas. El ejemplar más exquisito que se conserva es el trono de Tutankhamón, totalmente chapado en oro, con patas y cabeza de león. En el respaldo hay una escena que representa la pareja real.
La mayor suntuosidad que adquiere la ornamentación en el Imperio Nuevo no desmerece la elegancia y calidad que caracteriza al arte de la ebanistería del antiguo Egipto. En este sentido, los sarcófagos reales de madera son una muestra de la extraordinaria riqueza que encerraban las tumbas de los faraones. Eran tallas antropomorfas cubiertas de láminas de oro con incrustaciones de lapislázuli y pasta vítrea. Destaca el sarcófago de Tutankhamón, que representa al rey como Osiris y se encuentra totalmente recubierto de oro. Los sarcófagos que no estaban destinados a un faraón ni a un miembro de la familia real eran más austeros. De forma rectangular, éstos presentaban una decoración pictórica que cubría totalmente su superficie.

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