jueves, 28 de abril de 2016

Fragmento de una inscripción funeraria perteneciente a la tumba de Seti I (1312-1298 antes de Cristo), padre de Ramsés II.
LOS MILAGROS, PARA SERLO DE VERAS, deben tener dos características esenciales: ser infrecuentes y oportunos. Si ocurren a diario y son contraproducentes, merecerán cualquier nombre, menos el de milagros.
Por eso, los etruscólogos llevan mucho tiempo pidiendo al dios de la arqueología que les conceda para el hermético idioma etrusco una nueva piedra de Rosetta, y, mientras esto ocurre, se reúnen cada año en distintas capitales del mundo para debatir con irritada impotencia el verdadero significado de las dos o tres palabras etruscas nuevas que han descubierto desde su reunión anterior.
Acaba de aparecer en Toscana una gran losa con el texto etrusco más largo conocido hasta la fecha: veintitantas líneas, pero, ¡ay!, sin la providencial traducción latina que abriría de una vez por todas el conocimiento profundo del idioma de los etruscos, esos extraterrestres de la Italia antigua, sobre los que hasta ahora no hay más que hipótesis, teorías y fragmentos de certidumbres.
El descubrimiento de la piedra de Rosetta puso por primera vez a disposición de los estudiosos un texto en egipcio jeroglífico (idioma desconocido hasta entonces) y en griego, otro idioma antiguo, pero conocido. El hallazgo fue en 1799, justo cuando Europa empezaba a interesarse en serio por la paleografía y la arqueología. Sus descubridores fueron los franceses de la expedición militar de Napoleón a Egipto, y sus captores, los ingleses. O sea, entre los dos países más cultos de Europa andaba el juego.
Esa piedra, la más famosa del mundo, junto con la de la Kaaba (en la Meca) y la de Scone (en Escocia) salió a la luz al demoler unos soldados franceses una tapia del pueblo egipcio de Rashid, que ellos llamaban Rosetta. Enseguida fue enviada a El Cairo, donde se hicieron copias para los especialistas de toda Europa. Desde la semana pasada, el Museo Británico de Londres ofrece una macroexposición para celebrar el bicentenario de su descubrimiento.
Esta piedra pesa unos tres cuartos de tonelada y mide 114 centímetros de altura por 72 de ancho y 28 de grosor. Tiene inscrito un decreto sacerdotal del 27 de marzo de 196 a. de C. en tres idiomas: egipcio jeroglífico, egipcio demótico (idioma que entonces tampoco se conocía) y griego, la lengua oficial del Egipto tolemaico, gobernado por los descendientes de un general de Alejandro Magno y sus compañeros.
El filólogo inglés Thomas Young (1773-1829) descubrió la índole de la escritura jeroglífica: localizó nombres no egipcios, como Ptolomeo (nombre griego), que estaban escritos en la piedra de Rosetta fonéticamente con signos jeroglíficos, Young dedujo el valor fonético de algunos de esos signos, pero le fue imposible averiguar su significado jeroglífico, que era lo fundamental.
Quien resolvió el enigma fue Jean-François Champollion (1790-1832). Para el final de su vida ya había compilado una larga lista de signos egipcios con sus equivalencias griegas tanto fonéticas como jeroglíficos. Fue ésta una proeza intelectual como hay pocas comparables, y abrió la lectura del egipcio jeroglífico, un idioma en el que está toda la hasta entonces desconocida Historia del Egipto antiguo.
Pero el reto seguía siendo tremendo: por todo el cercano Oriente había importantes lenguas cultas cuya escritura seguía siendo ilegible: el sumerio, el hitita, el protoelamita, el persa antiguo, el lenguaje antiguo del Indo.

TEXTOS DESCIFRADOS

La principal de estas escrituras, el cuneiforme -o escritura de cuñas-, abarcaba toda la zona mesopotámica, e incluía el persa antiguo. Aunque sus signos comenzaron a despertar interés desde el siglo XVII, su desciframiento no comenzó hasta 1800, y fue gracias al alemán Georg Grotefend (1775-1853) y, finalmente, al inglés Henry Rawlinson (1810-1895), que -a diferencia de otros eruditos- no reveló su método de trabajo, y de quien se sospechan plagios de trabajos ajenos publicados como propios.
Tras el cuneiforme se descifró la hermética escritura cretense llamada Lineal B, y lo hizo otro inglés, Michael Ventris, en 1952; hazaña comparable a la de Champollion, que fue, como ésta, obra de un solo hombre de talento, cuyo sistema de trabajo ha sido admirado e imitado.
Los métodos de Grotefend y Ventris se derivan directamente del trabajo de Champollion con la piedra de Rosetta, y su eficacia ha quedado probada. Así y todo, hubo escrituras que se les resistieron, como los glifos mayas, los jeroglíficos hititas, el Lineal A cretense y las escrituras protoelamita y del Indo.
Alguien ha aventurado que en el futuro se inventarán máquinas capaces de captar en el aire los efluvios residuales de inteligencias que llevan milenios muertas y enterradas, y entonces será fácil dar con la clave de los idiomas que escribían.
Lo malo es que hay idiomas muertos de los que sólo se sabe el nombre, y no sé yo si se inventarán jamás máquinas capaces de concretar sus jeroglíficos dormidos en cráneos pulverizados por el tiempo y los gusanos; y después habrá que recuperar sus textos, porque de poco valdría reconstruir un alfabeto si no se tienen documentos escritos en su idioma. Para esos no hay piedra de Rosetta que valga.
Es interesante recordar que hay idiomas que estaban muertos en tiempos en que se hablaban otras lenguas que ahora están muertas. El sumerio, por ejemplo, fue lengua muerta durante por lo menos un milenio en Asiria y Babilonia, y el hebreo bíblico era ya lengua muerta en la Palestina de tiempos de Jesucristo, donde se hablaba el arameo.
Queda demostrado que el descubrimiento de la piedra de Rosetta fue un auténtico milagro laico, imputable, quizás, al mismísimo demonio, pues la lectura de textos egipcios, sumerios y babilonios, amén de persas antiguos, posible gracias a esa piedra, ha puesto al descubierto más de una posible contradicción bíblica.
El hombre es el único mamífero que está obsesionado por enfrentarse con su propio pasado, desenterrándolo, desempolvándolo, reconstruyéndolo. En el caso de las escrituras jeroglíficas -de la que el chino es actualmente la principal que está en uso cotidiano- esto es, empero, imposible.
Los jeroglíficos, al no ser signos fonéticos, sino, en mayor o menor medida, ideogramáticos, es decir, esencialmente pictóricos, no dan al lector ninguna pista sobre la evolución de la estructura o la pronunciación de las palabras que expresan. En consecuencia, los gramáticos chinos no tienen, en general, la menor idea de cómo se pronunciaban o cómo evolucionaron las palabras de su idioma antes de, pongo por caso, el siglo pasado. En China la etimología, como la entendemos nosotros, es imposible.

LOS AZTECAS
Podemos terminar esta disquisición con un réquiem a la nonata escritura azteca, cuya evolución habría sido muy interesante si la conquista española no la hubiese cortado de raíz. A nuestra llegada a México, los aztecas tenían un sistema de escritura a base de pictogramas/ideogramas que entonces empezaban a adquirir valor fonético de base silábica: cada signo, además de la palabra que expresaba, representaba el sonido de una sílaba, que era la primera de esa misma palabra.



Un escribidor azteca que tuviese que escribir el nombre de su conquistador, Hernán Cortés, buscaría palabras de su idioma que se pareciesen a ese nombre. Por ejemplo, algo así como: Ara, Non, Corte, y las escribiría juntas. Si hubiésemos llegado a México un siglo después, habríamos hallado un sistema de escritura azteca perfectamente alfabético.

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